por Luis Aceituno
elPeriódico (08 dic 09)
Mientras escribo esto, miles de diablos y diablitos arden por las calles de la ciudad. Curioso ¿al diablo se le quema o se le echa agua? Es decir, el fuego es el hábitat natural del diablo. Vive en el infierno y ahí las llamas nos devoran por los siglos y los siglos. A todos, menos al diablo, por lo tanto prenderle fuego a este es como darle oxígeno o algo así.
No soy demasiado letrado en eso de las tradiciones populares, así que no sé por qué quemamos al diablo y no, más bien, le echamos agua. Me imagino que hay en ello algo de esa fascinación que los guatemaltecos sentimos por el fuego. El domingo, sin ir muy lejos, en Panajachel querían quemar a tres mujeres por robar güipiles en el mercado. En la trifulca, cuatro agentes de la PNC resultaron heridos, varios niños intoxicados, algunos transeúntes apedreados, los turistas espantados y ellas se salvaron por un pelo de acabar en la hoguera, como las brujas medievales.
“Te vas a quemar”, me advertía mi abuela, cuando me daba por jugar con fuego. Tenía razón, en este país jugamos demasiado con fuego, alguna mente sensata nos advierte, de vez en cuando, que nos vamos a quemar, pero difícilmente damos marcha atrás. Quemamos de todo, diablos, personas, cuetes, basura, caña, buses, patrullas, libros, campos, naves, delincuentes, cerebros, aldeas, almas, proyectos, vidas, incienso, ocote, poblaciones enteras.
El fuego nos purifica y nos condena. Las llamas nos limpian y nos devoran. Cada cierto tiempo estalla un volcán, una guerra, un tambo de gas, una bomba que rompe el silencio de la madrugada. Nosotros andamos por ahí prendiendo y apagando incendios, hogueras, ese fuego que ya no nos cabe en el cuerpo, en el alma, en la habitación, en el país, en ninguna parte.
No comments:
Post a Comment