por Virgilio Alvarez
Siglo XXI (09 dic 09)
Adoramos la tierra que nos vio nacer; disfrutamos sus paisajes urbanos y rurales; nos deleitan las comidas y las tradiciones, aunque, sin apenas pensarlo, con el paso del tiempo hemos ido transformando nuestros valores y prácticas sociales. De los patronos y capataces aprendimos a vapulear, por lo que cristianamente hemos ido incluyendo dentro de nuestra cultura y nuestra escala de valores el total irrespeto por la vida de los otros.
Cristianamente nos hemos ido haciendo egoístas de tal manera que en otras culturas puede resultar aberrante. Nos importa un comino si el otro come o no come, nos vale un rábano, o menos que eso, si a la vecindad nuestra se viola a una niña o se agrede a una mujer.
Educados en mirar sólo nuestra nariz, defendemos, eso sí, hasta con las uñas lo que consideramos nuestro, sea o no producto efectivo de nuestro trabajo, pues lo bien o mal habido es sólo, decimos, cuestión de interpretación. Lo que tenemos o llegamos a tener, por poco que sea, es intocable y no estamos dispuestos a compartirlo con nadie. Mucho más si lo obtenido es producto del trabajo de otros que, ¡desdichados hambrientos! Nos venden por nada su fuerza de trabajo.
No queremos tarifas en el salario, aunque éste sea más que mínimo; mucho menos queremos pagar, aunque sean unos centavos más, en contribuciones públicas para el mantenimiento de lo que todos usamos. Educados en aprovecharnos del otro, tenemos al Estado como la fuente permanente de nuestro enriquecimiento, sea mediante negocios turbios, sea demandándole servicios por los cuales no contribuimos suficiente.
Sexualmente castrados somos defensores de la vida sin placer y, sobre todo, somos no sólo defensores de la pena de muerte sino placerosos ejecutores de ella. En menos de una semana hemos quemado ¡literalmente! ocho personas, y tres mujeres más estuvieron a punto de serlo. La Policía, decimos, sólo sirve para defender a los delincuentes, por lo que para que no se nos escapen los atamos, vapuleamos y les pegamos fuego. Si algunos pagan a sicarios para que le quiten la vida a sus adversarios, ¿por qué no vamos a quemar nosotros a los que suponemos ladronzuelos? En este país que aún en el extranjero se llama Guatemala, nosotros ya hemos convertido en lincholandia.
La honra y el honor se mide por el dinero que se tiene, y la justicia se hace por propia mano porque, nos han enseñado, eso de recabar pruebas y considerar al acusado inocente mientras se le pruebe lo contrario bien puede ser útil para nosotros, pero en ningún momento para los otros. Construida la sospecha, el implicado desde ya es culpable, y lo será mucho más si nos escondemos en el anonimato o en el argumento falso pero bien difundido. Todos consideramos al funcionario público ladrón, pero cuando ejercemos cualquier función no sólo intentamos llevarnos todo lo que se pueda sino consideramos al usuario objeto o traste sin derechos.
Cristianos linchadores esperamos la Navidad para dar regalos a los cercanos, pero si por ahí nos roban un pollo, ¡seguro y saboreamos el delicioso olor de la carne humana incinerada! Hipócritas ya por naturaleza, pediremos perdón por falsas culpas sin siquiera pensar en las reales y evidentes. Eso de fortalecer con nuestro esfuerzo la justicia es cosa de extranjeros, pues aquí en lincholandia hacemos la justicia con las propias manos.
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