14 December 2009

Churrasco

por María Olga Paiz
elPeriódico (14 dic 09)

Cada cierto tiempo, nos da por quemar gente viva.

No es una perversión original ni mucho menos. La Iglesia medieval, el Ku Klux Klan en el sur de Estados Unidos y los nazis en Europa compartieron nuestra afición por esta particular forma de suplicio.

En la ciudad fingimos horror intelectual, seco y cumplido, cuando en realidad no nos eriza ni un pelo la descripción de turbas rociando gasolina y haciendo churrasco de carne humana. Más bien se apodera de nosotros una oscura excitación con las noticias de un nuevo linchamiento. Lo que se instala en el ambiente tras la agitación es el alivio del ritual cumplido, que actúa en las conciencias como si fuese un sedativo.

Al día siguiente, como quien despierta de una pesadilla recurrente, tenemos prisa por despejarnos la sensación viscosa de las lagañas y la zozobra.

Buscamos un par de explicaciones satisfactorias y atenuantes de esa resaca moral, que si el cansancio de una población impotente ante los criminales, que si la falta de presencia del Estado en la zona y a nuestros quehaceres.

Los agitadores, sin reconocerse responsables, harán lo mismo, volverán a sus rutinas vendiendo verduras o conduciendo un mototaxi. Las autoridades no harán jamás por aprender y procesar a quienes participan de estas orgías colectivas. Es como si, a escondidas de la conciencia, todos estuviéramos de acuerdo en dejar que la tensión insoportable (si tan solo supiéramos de qué) se disipara por medio de prender a un hombre como si a un fósforo. Mejor si este es delincuente. Y de comentarlo luego, como se comenta un partido de fútbol o el resultado de la elección a Miss Mundo.

La excitación no se ha ido de la sangre, tan sólo se ha adormecido, hasta una próxima.

¿Qué Dios sangriento vive dentro nuestro que exige fuego y sacrificio humano?

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