por Luis Linares
Siglo XXI (21 dic 09)
Estamos viviendo, igual que a finales de los años 90, una nueva y creciente ola de linchamientos que constituyen una evidencia contundente del desprecio que un buen número de guatemaltecos tiene por la vida humana. Algunos tratan de explicar estas acciones sanguinarias, en donde con lujo de barbarie y con la mayor impunidad, se asesina a presuntos delincuentes, en la desesperación de la gente ante la creciente e igualmente impune acción de los delincuentes.
Esa explicación, que a la larga se vuelve una justificación, me hacer recordar que ante los asesinatos de profesionales, políticos, religiosos, sindicalistas y dirigentes estudiantiles durante el conflicto armado, era frecuente que se dijera “a saber en qué andaba metido”.
Resulta paradójico que, en un país donde no menos del 90% pertenecemos a una confesión cristiana (católica o evangélica) y que casi la mitad asistimos regularmente a servicios religiosos; y que para el cristianismo, la vida en cualquier de sus manifestaciones es un valor en sí mismo y, por lo tanto, debe ser respetada y protegida, sucedan estos hechos que nos pintan ante el mundo como un país de salvajes.
En más de una ocasión, al referirse a los linchamientos de la década pasada, el Padre Thomas Fox, nuestro párroco de Santa María en Lomas del Norte, hizo referencia a la “Ley del Talión”, expresada en la frase “ojo por ojo, diente por diente”. Pero decía que dicha máxima, lejos de ser una incitación a la venganza, lo que pretendía era la moderación en un contexto histórico, la era precristiana, en donde cualquier falta era castigada con la muerte. De manera que dicha ley buscaba la proporcionalidad, no se podía cobrar con un ojo la pérdida de un diente o de una uña.
Sin embargo, los salvajes que ahora acuden a una práctica que de ninguna manera puede considerarse justicia popular, como irresponsablemente la llaman algunos reporteros de medios de comunicación, pierden todo sentido de proporcionalidad. Es posible que algunos de los linchados sean ladrones o extorsionadores, pero esos delitos, por graves y reiterativos que sean, no justificarían jamás que un tribunal los condenara a muerte. Y lo peor es que nadie puede decir que estaba seguro que el señalado era culpable.
Así como esperamos que a todo delincuente se le castigue con todo el peso de la ley, también condenamos a quienes cometen esos crueles y perversos asesinatos colectivos. Y condenamos también la negligencia e incapacidad de las autoridades, las cuales conociendo cuál es la secuencia de hechos que conduce a los linchamientos, no hacen mayor cosa por evitarlos.
Hemos visto, en muchas ocasiones, cómo las cámaras de los medios de comunicación, filman en vivo y a todo color las escenas de los linchamientos, en donde aparecen los incitadores y hechores de una forma que pueden ser plenamente identificados.
Sin embargo. ¿cuántos participantes activos en estos hechos, han sido llevados a los tribunales, juzgados y condenados por asesinato? Me parece que muy pocos o ninguno. Y es la virtual garantía de impunidad existente en Guatemala, la que alienta la acción de los delincuentes y de la criminalidad organizada, así como de los participantes en los linchamientos. Que este tiempo de Adviento y Navidad lo aprovechemos todos, gobernantes y gobernados, para reflexionar sobre el deber primario de proteger la vida y la seguridad de todas las personas.
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