por Carolina Vásquez Araya
Prensa Libre (19 dic 09)
Los linchamientos en Guatemala han sido analizados con el mayor rigor científico por sociólogos, antropólogos y otros estudiosos del comportamiento social. Estos documentos han arrojado muchas luces sobre las causas y características de este fenómeno colectivo, pero como todo estudio académico, lamentablemente no han tenido incidencia alguna en la toma de decisiones ni en el cambio de rumbo de ciertas políticas con potencial efecto sobre la erradicación de esta macabra forma de asesinato.
En Guatemala, la muerte ronda por las esquinas y cualquier ciudadano es capaz de percibirla. Asaltos, violaciones, amenazas, secuestros, extorsiones y homicidios a plena luz del día acorralan a una sociedad cuyo temor crece cada día hasta alcanzar peligrosos niveles de paranoia. En este punto, los ciudadanos se premunen de armas de fuego con la ilusa esperanza de aumentar su capacidad de defensa personal pero, por el contrario, con esto sólo incrementan el riesgo y construyen un peldaño más en la escalada de la violencia.
Guatemala ha llegado a convertirse en el prototipo de país patológicamente débil, desde todo punto de vista. Su estructura social, plagada de desigualdades y carente de mecanismos de balance, representa en el siglo veintiuno todas las carencias de un estado primitivo. Con una legislación impotente para erradicar las injusticias sociales y económicas, Guatemala ha venido arrastrando siglos de frustraciones y abusos, los cuales necesitan sólo una chispa para convertirse en una fuerza devastadora.
Ciento cincuenta mil muertos durante el conflicto armado interno, más una constante represión política, constituyeron el ambiente de inseguridad y temor sobre el cual se fueron gestando sentimientos de odio racista y clasista, discriminación y, sobre todo, el debilitamiento del Estado y de sus instituciones, al punto de que ya no tienen siquiera la capacidad para gobernar y servir al país en toda su extensión.
Los linchamientos perpetrados en los últimos años coronan un cuadro ya de por sí peligroso. A ellos se suman —y no son fenómenos independientes— la debilidad de las instituciones, su ausencia en el interior del país, altos niveles de corrupción en las instancias políticas y económicas y el abandono casi total de programas de beneficio social, escenario extremadamente peligroso para la estabilidad democrática del país.
Los linchamientos son asesinatos. Simple y llanamente. No son actos de justicia ni formas de castigo. No importa el ángulo de observación, semejante acto de salvajismo sólo retrata a una sociedad disfuncional y profundamente enferma. Es hora de que reaccionen quienes tienen el poder de restaurar los valores esenciales de la sociedad.
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