05 September 2010

Anhelo de justicia desborda pasiones

Editorial de Prensa Libre (5 sep 10)

Las escenas de violencia son reiteradas y nos recuerdan por qué este país está entre los más violentos del mundo. Esas posiciones se las disputa, a nivel latinoamericano, casi siempre con los mismos países: México, Honduras, El Salvador y Colombia, pero ese orden no tiene mayor importancia, porque está apenas determinado por la cantidad de homicidios y el porcentaje de habitantes, pero esos detalles son poco comprensibles para la gente, y en cambio sí le agobia la pesadilla cotidiana de no saber si va a salir con vida en un nuevo día.

Esa zozobra la compartimos todos los latinoamericanos, pero un rasgo que sí nos diferencia de muchas otras metrópolis es la creciente insatisfacción de la población con sus autoridades y, fundamentalmente, con el sistema de justicia, que no ha sido capaz de generar confianza y más bien ha permitido y tolerado una creciente expresión de violencia que viene de habitantes que imponen su propio modelo de castigo, y eso nos ha llevado a la ley del ojo por ojo.

Apenas el miércoles se produjo un nuevo y penoso episodio, cuando una multitud dio muerte, a golpe y fuego, a un presunto delincuente que fue sindicado de haber asesinado minutos antes a un comerciante de la zona 3 que se habría resistido a pagar una extorsión, lo que le costó la vida, pero de inmediato fue reivindicado por iracundos vecinos que ejecutaron su propia sentencia, llevados probablemente por el ansia de venganza, frustración y sed de justicia.

Ese episodio también llama la atención sobre otra creciente manifestación ciudadana, y es que al parecer, ante tan insufrible desborde de violencia y pillaje en las calles, sin que las autoridades parezcan tener el más mínimo asomo de control, muchos han optado por desafiar a los propios delincuentes, enfrentándolos, persiguiéndolos, denunciándolos y castigándolos, a veces hasta la muerte, en apasionadas expresiones de violencia, como también se pudo ver el martes, cuando pasajeros de un autobús que había sido asaltado obligaron al piloto a perseguir el vehículo de los sospechosos, hasta darle alcance e incendiarlo, para luego entregar a aquellos a la Policía.

Días antes, algo parecido le sucedió a un ladrón de aretes en la Plaza Mayor, donde hasta los esfuerzos del arzobispo metropolitano fueron infructuosos por rescatarlo de la enfurecida turba, que también ignoró la presencia de la Policía para vapulearlo.

Todos estos son episodios que también van en aumento y son muestra de un desasosiego ciudadano que lucha, a su manera, por garantizarse un mínimo de seguridad y castigar a los delincuentes que no tienen miramientos en matar a alguien, como le sucedió al guardia de la Empresa Municipal de Agua que perdió la vida por haber intentado asustar con su arma a unos desalmados secuestradores.

Tal vez quien mejor haya expresado el calvario ciudadano sea el cardenal Rodolfo Quezada Toruño, que en sus últimas homilías ha calificado al Gobierno de “inútil”, por su manifiesta incapacidad para combatir la inseguridad, que no solo lo ha desbordado sino que ha ridiculizado su eslogan de campaña electoral.

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