25 August 2010

Una turba enardecida

Editorial La Hora

No cabe la menor duda del nivel de desesperación que tenemos los guatemaltecos por la persistente actitud de los delincuentes que no nos dejan en paz porque gozan de absoluta impunidad. Ayer, ese hartazgo se tradujo en un intento de linchamiento en plena Plaza Central de la ciudad, que culminó con una vapuleada espectacular a quien había robado unos aretes minutos antes y por poco se lleva por delante al mismo Cardenal Arzobispo Metropolitano que trató de calmar los ánimos y se topó con una violenta reacción de la turba.

Por supuesto que entendemos el cansancio de la población y lo compartimos, pero lo que no se puede es aceptar que terminemos convirtiéndonos también nosotros en delincuentes al querer tomar la justicia por propia mano. Si alguien atenta contra uno y la respuesta es mandar a matar a los agresores, la víctima se convierte exactamente en la misma bazofia, por más que pueda parecer justificada la reacción. Tenemos por fuerza que enmarcar nuestro reclamo de justicia en el marco de la ley para no degradarnos como individuos.

Y ante una turba enardecida no caben argumentos ni razones. Imaginemos lo que puede ocurrir si alguien pega un grito acusando a determinada persona de haber cometido un delito. Nadie se pondrá a recabar pruebas ni a verificar si la acusación es cierta, sino simplemente empezará la paliza en contra del sindicado. Lo mismo puede ocurrir con un simple problema de tráfico o situaciones inverosímiles que puedan provocar violentas reacciones, y literalmente no cabe derecho de defensa porque la turba no razona sino que simplemente actúa y se contagia peligrosamente de esa adrenalina que nubla la razón.

Ayer fueron los guardaespaldas de un político los que terminaron salvando a monseñor Quezada Toruño de la ira de una turba que lo vio como un defensor de delincuentes simplemente porque trató de evitar el desaguisado. Pero honestamente hablando, si dejamos que impere la ley de la selva, todos corremos riesgo porque nadie puede controlar las emociones de multitudes que actúan fuera de sí en busca de justicia.

Abundan los casos en los que la reacción violenta de la turba no guarda proporción con el delito del que sindican al agredido. Ayer fue por el robo de unos aretes que vapulearon en plena Plaza Central al supuesto ladrón sin que apareciera ningún elemento de la fuerza pública pese a que el lugar tiene que estar protegido por razones de elemental lógica. Mañana puede ser un accidente vial el que cause la explosión de la turba o una falsa acusación que le termine costando la vida a alguien inocente.

Reclamemos justicia, pero exigiendo la aplicación de la ley y no actuando de manera salvaje.

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