elEditorial de elPeriódico (11 jul 07)
Muy preocupante es el giro que nuevamente han tomado los linchamientos de supuestos criminales, en el interior del país. Tal como se ha venido advirtiendo, la medicina ha resultado peor que la enfermedad, pues es monstruoso que se dé muerte a individuos por delitos menores o faltas. En primer lugar, únicamente los tribunales de justicia tienen la facultad legal de juzgar y condenar a un delincuente. Y, esencialmente, el castigo debe guardar proporción con el delito cometido. La pena debe corresponder al daño causado.
Lamentablemente, los supuestos justicieros terminan cometiendo un delito más grave que el que buscaban castigar. Al ejecutar a los acusados, se convierten en asesinos.¿Hasta cuándo van a seguir permitiendo las autoridades gubernativas que se sigan perpetrando estos injustificables ajusticiamientos que convierten a Guatemala en un país de salvajes?
Son ya incontables las ejecuciones ilegales que han tenido lugar en nuestro país. Este peligroso fenómeno social, según voces de la opinión pública, demostraría que sectores de la población se encuentran hartos y desesperados ante la ineptitud policíaca y la deficiente aplicación de la ley, por lo que insensatamente han optado por hacerse justicia por su propia mano, para castigar a delincuentes que creen son una amenaza para sus comunidades. También se argumenta que el proceso de paz condujo a un repliegue de las fuerzas de seguridad, y que ello originó en las poblaciones del interior un peligroso vacío de poder, que ha sido aprovechado por los maleantes.
Es una verdadera tragedia que los guatemaltecos estemos atrapados en el primitivismo penal que caracterizó a los tribus del antiguo oriente. La pedrea, el garrote vil, la quema pública, fueron los castigos de aquella lejana época, con la diferencia de que estos eran aplicados después de un juicio y una condena. Y ahora se suma a semejantes arbitrariedades la ejecución de personas, sin haber sido juzgadas, ni condenadas, lo cual solamente puede ser el preludio de males mayores.
Las enardecidas turbas que apedrean, queman o dan muerte a supuestos delincuentes están rompiendo, peligrosamente, las reglas del juego de la convivencia civilizada en Guatemala, además de que estas muchedumbres enloquecidas corren el riego de victimar a un inocente. Ante esta crisis de la justicia, el debilitamiento del Estado de Derecho y la violación de las garantías constitucionales, el Gobierno tiene la inexcusable responsabilidad de poner fin a semejante anarquía, antes de que lleguemos a extremos irreparables.
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