Por Víctor Gálvez Borrel
Siglo XXI
Albert Camus (filósofo franco-argelino, Premio Nobel de Literatura, 1957), decía que el verdadero problema de la filosofía era el suicidio: establecer si la vida merecía o no la pena, era la gran cuestión de la existencia. Parafraseando a Camus, podríamos afirmar que el gran problema de la justicia son los linchamientos. Marcan el límite de la confianza humana en el Estado y nos regresan a la barbarie, anterior a la existencia misma de lo público.
Según informaciones de prensa, en lo que va del año los linchamientos suman más de 30 en Guatemala. El saldo es ya de tres muertos. Los más macabros fueron los presuntos ladrones quemados con gasolina, el 15 de mayo en la cabecera de Sololá (uno falleció, después de arder durante media hora, en el cementerio de la población). La noticia se transmitió en vivo por un radionoticiero. Y el 14 de este mismo mes, en la aldea Bola de Oro, Chimaltenango, otro supuesto delincuente fue capturado, vapuleado y arrastrado por un camión, hasta su muerte. En el caso de Sololá, fueron infructuosas las intervenciones de la PNC, la mediación de los ancianos mayas, de la Iglesia católica y de los cuerpos de socorro, frente a la turba.
Ya mucho se ha dicho sobre la cultura de la muerte, que se ha difundido a sus anchas en el país; la influencia del reciente conflicto armado; la coincidencia entre las poblaciones en las que se registra el mayor número de linchamientos, y aquellas en donde hubo excesos y abusos de poder de patrulleros y ex comisionados militares; el estímulo de ciertos líderes que promueven linchamientos, etc.
El problema sigue siendo el mismo: la pérdida de confianza en la labor del Estado para impartir justicia y, sobre todo, para garantizar la seguridad ciudadana y prevenir el delito. Y a pesar de los esfuerzos de organizaciones sociales y programas de resolución y transformación de conflictos, para disminuir las tensiones y atenuar el recurso a la violencia, subsiste la sensación de que esta última está desatada y ya es poco lo que se puede hacer para controlarla. Frente a este panorama, quienes sufren directamente, presencian hechos delictivos, o tienen la convicción de la culpabilidad de determinadas personas, se ven confrontados con tres dilemas. Uno es entregarlas a la PNC (para que salgan rápidamente por falta de pruebas o, quizás peor, para que se hundan más en el laberinto del crimen en los centros de detención, si salen condenados). El otro es simplemente dejarlos libres. El tercero, lo que sucede con los linchamientos, en los cuales sin medir mucho la relación entre la magnitud del hecho cometido y la pena que se impone, ni la verdadera culpabilidad o inocencia, la personalidad de masas se desborda y la bestia ancestral aflora, produciéndose lo que los medios de comunicación están recogiendo cada día más: crímenes colectivos, como los de Chimaltenango y Sololá.
La situación es patética, porque las opciones, como ya se señalaron, siguen siendo limitadas. Y otro elemento que resulta aún más preocupante, es la reacción silenciosa de lo que quizás sea ya una opinión pública cada vez más numerosa: quienes están de acuerdo con los linchamientos, bajo la pavorosa frase "está bueno que los maten". Esto, sin pensar que un mal día, ellos también podrían verse envueltos en un linchamiento, pero como víctimas, consecuencia de alguna equivocación o mala interpretación (como ya sucedió en linchamientos por error, tal el del turista japonés en Huehuetenango, hace varios años, confundido con un “roba niños”).
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