La periodista Marta Sandoval, de elPeriódico, me hizo una entrevista vía electrónica sobre el tema, la cual se ha publicado el día de hoy (domingo 7 feb 10):
http://www.elperiodico.com.gt/es/20100207/domingo/136567/
Para aquellas personas interesadas en profundizar, en mis respuestas incluí algunas referencias hacia otros documentos. Verlas AQUÍ.
Registro y análisis de episodios sobre esta forma de violencia colectiva, desde una perspectiva comparada.
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07 February 2010
10 May 2009
Entrevista sobre los linchamientos
Para el artículo de elPeriódico, titulado "El linchamiento del sastre" y escrito por Marta Sandoval, se utiliza como insumo una entrevista que ella me realizó vía correo electrónico. La pueden leer completa a continuación. CM.
Cuestionario sobre los linchamientos en Guatemala
Preguntas: Marta Sandoval, elPeriódico
Respuestas: Carlos A. Mendoza (04 marzo 2009)
1. Es interesante que al empezar la época de paz, es también cuando surgen con más fuerza los linchamientos ¿Es una herencia de la guerra?
Aquí hay una premisa que podría estar equivocada. ¿Cómo sabemos que es a partir de la firma de los Acuerdos de Paz que empiezan los linchamientos? Realmente no hay datos para verificarlo. Lo que sucede es que MINUGUA empieza a registrar los casos en esa fecha. Nadie lo hacía antes.
Es necesario que A ocurra antes que B si queremos afirmar que A causa B, pero no es suficiente. El que algo ocurra (linchamientos) después de otro evento (guerra) no indica causalidad, puede ser simple casualidad. Se necesita explicitar los mecanismos causales para demostrar cómo A produce u ocasiona B. Eso no se ha logrado en el caso de los linchamientos. Seguimos manejando simples hipótesis.
He afirmado en mis trabajos de investigación que la guerra no lo explica todo. Podría explicar parte del fenómeno, como el repertorio de castigos públicos adoptados por las comunidades que linchan. Pero no basta la guerra para explicar el surgimiento de los linchamientos. Hay países donde hay linchamientos y no hubo guerra, y a la inversa, hay lugares donde también hubo conflicto armado pero no se han dado linchamientos.
Incluso, se sabe que los linchamientos han existido en Guatemala desde antes del conflicto armado. En documentos de mediados del siglo XIX un juez da testimonio de la “vuelta al sistema de azotes” como práctica de castigo físico en los pueblos de indios. Ver trabajo del historiador Brian F. Connaughton (2001), titulado "Moral pública y contrarrevolución: Nueva normatividad socio-gubernativa en Guatemala, 1839–1854. Parte segunda", pp. 188-129.
Por otro lado, también se podría explorar la hipótesis de que los linchamientos son “herencia de la paz”, en el sentido que fue el repliegue militar el que dejó un vacío de poder en el interior de la República. Cuando el Ejército regresa a los cuarteles, desaparece del área rural la única entidad del Estado con capacidad real para ejercer el poder coercitivo.
2. ¿Cómo nos quitamos el estereotipo de que los linchamientos son exclusivos de los pueblos indígenas? ¿Qué necesitamos entender para romper estos prejuicios?
Es un error afirmar que son “exclusivos de los pueblos indígenas” porque también han ocurrido en regiones no-indígenas, pero la evidencia empírica (los datos) indican que hay más probabilidad de que ocurran en comunidades indígenas.
Los datos de MINUGUA muestran que en el 79% de los casos se trató de comunidades indígenas, en el 8% de los casos de comunidades mixtas (compuestas de indígenas y ladinos), y en el restante 13% de comunidades ladinas.
Lo importante es entender por qué ocurre con más frecuencia en comunidades indígenas. Yo he sugerido la hipótesis de que el componente colectivo de los linchamientos es facilitado por la enorme capacidad de organización, coordinación y contribución para proveer bienes públicos, que poseen las comunidades indígenas, en comparación con las comunidades no-indígenas.
Las fuertes identidades étnicas, o territoriales, y el agudo sentido de pertenencia a la comunidad hacen que una ofensa contra un miembro de la misma sea considerada como algo que afecta a todos los vecinos. Algo similar ocurre en los mercados, sean estos capitalinos o de cabeceras departamentales o municipales. Así es más fácil la movilización para resolver (o enfrentar) un problema concreto, en este caso la delincuencia. Ver cómo lo han planteado Adams y Bastos (2003) en “Las relaciones étnicas en Guatemala, 1944-2000” (CIRMA, pp. 173-179).
Los datos de violencia homicida en general van en contra del estereotipo de que los indígenas son más violentos (“salvajes”) que los ladinos. Pues, como se ha documentado en varias oportunidades, las tasas de homicidios son muy altas en los municipios no-indígenas del país, mientras que son bastante bajas en los municipios indígenas (comparables con las de los países nórdicos).
Sin embargo, en el caso específico de la violencia colectiva en forma de linchamientos, los datos internacionales también apuntan a la influencia del “factor étnico”. Basta con examinar los casos de linchamientos en México, Bolivia, Perú y Ecuador. Para una exploración más detallada de las distintas hipótesis y las comparaciones internacionales, leer mi artículo publicado en la Revista El Cotidiano No. 152, Noviembre-Diciembre 2008, titulado “Linchamientos en México y Guatemala: reflexiones para su análisis comparado” (pp. 43-51).
3. Si la guerra es una de las causantes de los linchamientos, ¿cómo se explica que no ocurra en El Salvador, con circunstancias muy similares a las nuestras?
Exactamente esa pregunta me llevó a explorar otras variables. Leer lo que escribí al respecto en el ensayo de El Cotidiano, p. 47.
4. Los linchamientos pueden ser, de cierta manera, una escuela del ejército. ¿Lo aprendimos de ellos?
La “escuela del terror” viene desde mucho más atrás en nuestra historia. Recordemos que Pedro de Alvarado decidió quemar a los Señores de Utatlán. Los azotes en la plaza pública era algo común en tiempos de la Colonia. Eso entró a formar parte del “repertorio de castigos públicos” de las comunidades. Lo mismo ocurrió con los castigos aplicados por ambos bandos durante el reciente conflicto armado. Se intentaba aterrorizar para dejar un precedente que tuviera poder disuasivo.
Leer mi POST en el BLOG sobre linchamientos, titulado “Repertorio de castigos públicos: aprendizaje por imitación”. En el mismo se ilustra cómo el castigo colonial es retomado por los indígenas en contra de los mismos colonizadores.
5. ¿Quién es el instigador? ¿Es un líder, la comunidad, alguien apreciado o puede ser cualquiera? ¿Por qué la gente le obedece?
MINUGUA estableció que en el 78% de los casos, la propia comunidad fue la “instigadora”. En un 12% de los casos fueron las autoridades locales las instigadoras de la turba. Ex agentes del Estado contrainsurgente, como antiguos comisionados militares o patrulleros civiles, constituyen el 4% de los casos donde se verificó al instigador. El restante 6% de los instigadores fueron individuos no identificados plenamente.
Considero que se necesita más trabajo de campo (de tipo etnográfico) para entender bien cómo funcionan estos mecanismos de movilización para la violencia colectiva de carácter punitivo.
6. ¿Los linchamientos pueden ser planeados? Tenía la idea de que eran un acto emocional, fruto de un momento de enardecimiento…
Lo que generalmente se contrapone a “emocional” es “racional”. Yo creo que sí hay una racionalidad en los linchamientos. No son fruto de lo que llaman “histeria colectiva”. Por eso apliqué la teoría de la acción colectiva para intentar explicarlos (Ver mi ensayo de 2003). Sin embargo, la racionalidad de este tipo de violencia no implica una “planificación” previa. Claro que se requiere coordinación, convocatoria, distribución de tareas… pero no por medio de instituciones formales (digamos organizaciones locales de defensa civil), sino generalmente por medio de instituciones informales (la campana, los rumores, etc.). Aquí también se requiere más trabajo de campo, por ejemplo: entrevistas a quienes han participado en las turbas.
7. En un linchamiento todos son cómplices. ¿Se ha castigado a alguien? ¿Se podría sancionar o juzgar a todo el pueblo?
De los datos proporcionados por MINUGUA se puede concluir que los principales actores de la violencia colectiva son un pequeño número de instigadores y perpetradores, generalmente hombres de unos 35 años de edad. La mayoría de las personas que conforman la turba son, de hecho, espectadores pasivos.
No tengo a la mano los datos del Organismo Judicial. Habría que hacer esta pregunta a ellos.
8. ¿Qué actitud tienen las autoridades ante los linchadores? ¿Ellos también quedan en la impunidad?
Precisamente, eso está en la raíz del problema. La impunidad es una de las principales explicaciones que dan los miembros de la turba para justificar su “impartición de justicia”.
Además de la impunidad, me preocupa que el Estado todavía no comprende el fenómeno. Por ello, sus políticas para controlarlo no han sido efectivas. Por ejemplo, la explicación que el Organismo Judicial ha dado es la ignorancia de la gente respecto al sistema legal del país.
9. Usted menciona que es un comportamiento epidémico... ¿Es decir si un pueblo descubre que funcionó en el otro lo aplica también?
Sí. Esto todavía no se ha demostrado con los datos, pero hay indicios de difusión por imitación. El “contagio” respecto a previos linchamientos parece ser mitigado por la distancia geográfica y depende también de la severidad del caso previo.
10. ¿Cuál es la diferencia entre la limpieza social y los linchamientos? ¿Sólo la cantidad de actores involucrados?
No. En la llamada “limpieza social” hay transacciones económicas de por medio. Se le paga a un grupo o persona encargada de eliminar a los supuestos delincuentes. Está más organizado el asunto. Además, se hace con mayor discreción, a escondidas. Los cuerpos de las víctimas se abandonan en lugares poco transitados. En este sentido, el mensaje que se envía a los potenciales delincuentes (o “indeseables”) es menos explícito. En realidad no se sabe por qué los eliminaron.
Se dice que la “limpieza social” se practica en el Oriente del país, generalmente por medio de armas de fuego. Pero no conozco datos que nos permitan saber qué porcentaje de los homicidios en el Oriente se deben a este fenómeno.
11. ¿Qué papel juegan la radio y los medios en la organización de linchamientos?
Se ha dicho que juegan un papel importante en la difusión del fenómeno, pues las personas sólo imitan modelos cuando están disponibles y se percibe que tienen algún valor práctico, es decir que se cree que funcionan para resolver un problema concreto. Las noticias sobre linchamientos, en teoría, facilitan esa disponibilidad de modelos. Pero no conozco ningún estudio que demuestre esto para el caso de los linchamientos.
Sin embargo, he notado cierta auto-censura de parte de los mismos medios. A veces se escucha la noticia en la radio, pero no siempre aparece en los medios escritos (al menos en los electrónicos que yo monitoreo).
12. Dice Edelberto Torres que está época más que posbélica se está convirtiendo en Prebélica. La violencia va en aumento. ¿Podría darse otro conflicto armado?
A lo mejor no es “post” ni “pre” sino simplemente bélica. Las tasas de homicidios van en aumento desde el año 2000 (ver mis POSTs en el BLOG de CABI llamado The Black Box http://www.nd.edu/~cmendoz1/homicidios.htm), y están ya por arriba de las tasas estimadas para dos de los años más cruentos del conflicto (1980-81), aunque posiblemente todavía lejos de la tasa estimada para 1982 (no hay datos oficiales de esa época).
Para ver cifras del conflicto armado:
Ball, P. (1999). AAAS/CIIDH database of human rights violations in Guatemala (ATV20.1). http://shr.aaas.org/guatemala/ciidh/data.html (7/24/2004).
Ball, P., P. Kobrak, et al. (1999). State Violence in Guatemala, 1960–1996: A Quantitative Reflection. Washington D.C., AAAS.
13. ¿Qué pasó con los soldados rasos después de la paz? ¿Habrán regresado a sus comunidades a transmitir la cultura de violencia que les enseñaron? ¿Cómo se reinserta en la sociedad un hombre que muchas veces tuvo que combatir contra su propia gente?
Realmente no sé. Se dice que muchos soldados están trabajando en las empresas privadas de seguridad. Habría que verificarlo. Se estima que hay más de 100 mil agentes privados en el país.
Recuerdo que en 1999, cuando coordinaba un estudio sobre la violencia en Guatemala (CIEN-BID), los de MINUGUA decían que la reinserción de los excombatientes había sido exitosa. Al menos en el sentido de que no se formaron bandas de delincuentes como ocurrió en Nicaragua. Desconozco si alguien ha dado seguimiento a esto.
CMA/4mar09.
Cuestionario sobre los linchamientos en Guatemala
Preguntas: Marta Sandoval, elPeriódico
Respuestas: Carlos A. Mendoza (04 marzo 2009)
1. Es interesante que al empezar la época de paz, es también cuando surgen con más fuerza los linchamientos ¿Es una herencia de la guerra?
Aquí hay una premisa que podría estar equivocada. ¿Cómo sabemos que es a partir de la firma de los Acuerdos de Paz que empiezan los linchamientos? Realmente no hay datos para verificarlo. Lo que sucede es que MINUGUA empieza a registrar los casos en esa fecha. Nadie lo hacía antes.
Es necesario que A ocurra antes que B si queremos afirmar que A causa B, pero no es suficiente. El que algo ocurra (linchamientos) después de otro evento (guerra) no indica causalidad, puede ser simple casualidad. Se necesita explicitar los mecanismos causales para demostrar cómo A produce u ocasiona B. Eso no se ha logrado en el caso de los linchamientos. Seguimos manejando simples hipótesis.
He afirmado en mis trabajos de investigación que la guerra no lo explica todo. Podría explicar parte del fenómeno, como el repertorio de castigos públicos adoptados por las comunidades que linchan. Pero no basta la guerra para explicar el surgimiento de los linchamientos. Hay países donde hay linchamientos y no hubo guerra, y a la inversa, hay lugares donde también hubo conflicto armado pero no se han dado linchamientos.
Incluso, se sabe que los linchamientos han existido en Guatemala desde antes del conflicto armado. En documentos de mediados del siglo XIX un juez da testimonio de la “vuelta al sistema de azotes” como práctica de castigo físico en los pueblos de indios. Ver trabajo del historiador Brian F. Connaughton (2001), titulado "Moral pública y contrarrevolución: Nueva normatividad socio-gubernativa en Guatemala, 1839–1854. Parte segunda", pp. 188-129.
Por otro lado, también se podría explorar la hipótesis de que los linchamientos son “herencia de la paz”, en el sentido que fue el repliegue militar el que dejó un vacío de poder en el interior de la República. Cuando el Ejército regresa a los cuarteles, desaparece del área rural la única entidad del Estado con capacidad real para ejercer el poder coercitivo.
2. ¿Cómo nos quitamos el estereotipo de que los linchamientos son exclusivos de los pueblos indígenas? ¿Qué necesitamos entender para romper estos prejuicios?
Es un error afirmar que son “exclusivos de los pueblos indígenas” porque también han ocurrido en regiones no-indígenas, pero la evidencia empírica (los datos) indican que hay más probabilidad de que ocurran en comunidades indígenas.
Los datos de MINUGUA muestran que en el 79% de los casos se trató de comunidades indígenas, en el 8% de los casos de comunidades mixtas (compuestas de indígenas y ladinos), y en el restante 13% de comunidades ladinas.
Lo importante es entender por qué ocurre con más frecuencia en comunidades indígenas. Yo he sugerido la hipótesis de que el componente colectivo de los linchamientos es facilitado por la enorme capacidad de organización, coordinación y contribución para proveer bienes públicos, que poseen las comunidades indígenas, en comparación con las comunidades no-indígenas.
Las fuertes identidades étnicas, o territoriales, y el agudo sentido de pertenencia a la comunidad hacen que una ofensa contra un miembro de la misma sea considerada como algo que afecta a todos los vecinos. Algo similar ocurre en los mercados, sean estos capitalinos o de cabeceras departamentales o municipales. Así es más fácil la movilización para resolver (o enfrentar) un problema concreto, en este caso la delincuencia. Ver cómo lo han planteado Adams y Bastos (2003) en “Las relaciones étnicas en Guatemala, 1944-2000” (CIRMA, pp. 173-179).
Los datos de violencia homicida en general van en contra del estereotipo de que los indígenas son más violentos (“salvajes”) que los ladinos. Pues, como se ha documentado en varias oportunidades, las tasas de homicidios son muy altas en los municipios no-indígenas del país, mientras que son bastante bajas en los municipios indígenas (comparables con las de los países nórdicos).
Sin embargo, en el caso específico de la violencia colectiva en forma de linchamientos, los datos internacionales también apuntan a la influencia del “factor étnico”. Basta con examinar los casos de linchamientos en México, Bolivia, Perú y Ecuador. Para una exploración más detallada de las distintas hipótesis y las comparaciones internacionales, leer mi artículo publicado en la Revista El Cotidiano No. 152, Noviembre-Diciembre 2008, titulado “Linchamientos en México y Guatemala: reflexiones para su análisis comparado” (pp. 43-51).
3. Si la guerra es una de las causantes de los linchamientos, ¿cómo se explica que no ocurra en El Salvador, con circunstancias muy similares a las nuestras?
Exactamente esa pregunta me llevó a explorar otras variables. Leer lo que escribí al respecto en el ensayo de El Cotidiano, p. 47.
4. Los linchamientos pueden ser, de cierta manera, una escuela del ejército. ¿Lo aprendimos de ellos?
La “escuela del terror” viene desde mucho más atrás en nuestra historia. Recordemos que Pedro de Alvarado decidió quemar a los Señores de Utatlán. Los azotes en la plaza pública era algo común en tiempos de la Colonia. Eso entró a formar parte del “repertorio de castigos públicos” de las comunidades. Lo mismo ocurrió con los castigos aplicados por ambos bandos durante el reciente conflicto armado. Se intentaba aterrorizar para dejar un precedente que tuviera poder disuasivo.
Leer mi POST en el BLOG sobre linchamientos, titulado “Repertorio de castigos públicos: aprendizaje por imitación”. En el mismo se ilustra cómo el castigo colonial es retomado por los indígenas en contra de los mismos colonizadores.
5. ¿Quién es el instigador? ¿Es un líder, la comunidad, alguien apreciado o puede ser cualquiera? ¿Por qué la gente le obedece?
MINUGUA estableció que en el 78% de los casos, la propia comunidad fue la “instigadora”. En un 12% de los casos fueron las autoridades locales las instigadoras de la turba. Ex agentes del Estado contrainsurgente, como antiguos comisionados militares o patrulleros civiles, constituyen el 4% de los casos donde se verificó al instigador. El restante 6% de los instigadores fueron individuos no identificados plenamente.
Considero que se necesita más trabajo de campo (de tipo etnográfico) para entender bien cómo funcionan estos mecanismos de movilización para la violencia colectiva de carácter punitivo.
6. ¿Los linchamientos pueden ser planeados? Tenía la idea de que eran un acto emocional, fruto de un momento de enardecimiento…
Lo que generalmente se contrapone a “emocional” es “racional”. Yo creo que sí hay una racionalidad en los linchamientos. No son fruto de lo que llaman “histeria colectiva”. Por eso apliqué la teoría de la acción colectiva para intentar explicarlos (Ver mi ensayo de 2003). Sin embargo, la racionalidad de este tipo de violencia no implica una “planificación” previa. Claro que se requiere coordinación, convocatoria, distribución de tareas… pero no por medio de instituciones formales (digamos organizaciones locales de defensa civil), sino generalmente por medio de instituciones informales (la campana, los rumores, etc.). Aquí también se requiere más trabajo de campo, por ejemplo: entrevistas a quienes han participado en las turbas.
7. En un linchamiento todos son cómplices. ¿Se ha castigado a alguien? ¿Se podría sancionar o juzgar a todo el pueblo?
De los datos proporcionados por MINUGUA se puede concluir que los principales actores de la violencia colectiva son un pequeño número de instigadores y perpetradores, generalmente hombres de unos 35 años de edad. La mayoría de las personas que conforman la turba son, de hecho, espectadores pasivos.
No tengo a la mano los datos del Organismo Judicial. Habría que hacer esta pregunta a ellos.
8. ¿Qué actitud tienen las autoridades ante los linchadores? ¿Ellos también quedan en la impunidad?
Precisamente, eso está en la raíz del problema. La impunidad es una de las principales explicaciones que dan los miembros de la turba para justificar su “impartición de justicia”.
Además de la impunidad, me preocupa que el Estado todavía no comprende el fenómeno. Por ello, sus políticas para controlarlo no han sido efectivas. Por ejemplo, la explicación que el Organismo Judicial ha dado es la ignorancia de la gente respecto al sistema legal del país.
9. Usted menciona que es un comportamiento epidémico... ¿Es decir si un pueblo descubre que funcionó en el otro lo aplica también?
Sí. Esto todavía no se ha demostrado con los datos, pero hay indicios de difusión por imitación. El “contagio” respecto a previos linchamientos parece ser mitigado por la distancia geográfica y depende también de la severidad del caso previo.
10. ¿Cuál es la diferencia entre la limpieza social y los linchamientos? ¿Sólo la cantidad de actores involucrados?
No. En la llamada “limpieza social” hay transacciones económicas de por medio. Se le paga a un grupo o persona encargada de eliminar a los supuestos delincuentes. Está más organizado el asunto. Además, se hace con mayor discreción, a escondidas. Los cuerpos de las víctimas se abandonan en lugares poco transitados. En este sentido, el mensaje que se envía a los potenciales delincuentes (o “indeseables”) es menos explícito. En realidad no se sabe por qué los eliminaron.
Se dice que la “limpieza social” se practica en el Oriente del país, generalmente por medio de armas de fuego. Pero no conozco datos que nos permitan saber qué porcentaje de los homicidios en el Oriente se deben a este fenómeno.
11. ¿Qué papel juegan la radio y los medios en la organización de linchamientos?
Se ha dicho que juegan un papel importante en la difusión del fenómeno, pues las personas sólo imitan modelos cuando están disponibles y se percibe que tienen algún valor práctico, es decir que se cree que funcionan para resolver un problema concreto. Las noticias sobre linchamientos, en teoría, facilitan esa disponibilidad de modelos. Pero no conozco ningún estudio que demuestre esto para el caso de los linchamientos.
Sin embargo, he notado cierta auto-censura de parte de los mismos medios. A veces se escucha la noticia en la radio, pero no siempre aparece en los medios escritos (al menos en los electrónicos que yo monitoreo).
12. Dice Edelberto Torres que está época más que posbélica se está convirtiendo en Prebélica. La violencia va en aumento. ¿Podría darse otro conflicto armado?
A lo mejor no es “post” ni “pre” sino simplemente bélica. Las tasas de homicidios van en aumento desde el año 2000 (ver mis POSTs en el BLOG de CABI llamado The Black Box http://www.nd.edu/~cmendoz1/homicidios.htm), y están ya por arriba de las tasas estimadas para dos de los años más cruentos del conflicto (1980-81), aunque posiblemente todavía lejos de la tasa estimada para 1982 (no hay datos oficiales de esa época).
Para ver cifras del conflicto armado:
Ball, P. (1999). AAAS/CIIDH database of human rights violations in Guatemala (ATV20.1). http://shr.aaas.org/guatemala/ciidh/data.html (7/24/2004).
Ball, P., P. Kobrak, et al. (1999). State Violence in Guatemala, 1960–1996: A Quantitative Reflection. Washington D.C., AAAS.
13. ¿Qué pasó con los soldados rasos después de la paz? ¿Habrán regresado a sus comunidades a transmitir la cultura de violencia que les enseñaron? ¿Cómo se reinserta en la sociedad un hombre que muchas veces tuvo que combatir contra su propia gente?
Realmente no sé. Se dice que muchos soldados están trabajando en las empresas privadas de seguridad. Habría que verificarlo. Se estima que hay más de 100 mil agentes privados en el país.
Recuerdo que en 1999, cuando coordinaba un estudio sobre la violencia en Guatemala (CIEN-BID), los de MINUGUA decían que la reinserción de los excombatientes había sido exitosa. Al menos en el sentido de que no se formaron bandas de delincuentes como ocurrió en Nicaragua. Desconozco si alguien ha dado seguimiento a esto.
CMA/4mar09.
El linchamiento del sastre
por Marta Sandoval
elPeriódico (10 mayo 2009)
Después de la golpiza y justo cuando su cuerpo empezaba a arder en llamas, José Tecú se desmayó. Y el desmayo fue un alivio, porque el dolor y el miedo llegaban ya a niveles intolerables. Su cuerpo permanecía en el suelo, rodeado de decenas de personas que no querían irse sin, al menos, haberle asestado un puntapié a aquel hombre que más bien parecía un saco de huesos rotos. Pero el desmayo duró poco y con la conciencia llegaron los rostros de seres iracundos que le insultaban. Con el único ojo que le quedaba alcanzó a ver los cascos de la Policía que intentaban inútilmente calmar a los pobladores. Quiso rodar por el suelo para apagar las llamas que le calcinaban, pero el calor y el ardor en la piel eran inmensos, no pudo hacer nada, sólo permanecer en el suelo y dejar que las llamas se fueran comiendo su cuerpo. “Yo ya estoy muerto”, pensó, y acto seguido le pidió a Dios que saliera a su encuentro, “¿por qué no te veo si ya estoy muerto?”, le decía. Fue el único sobreviviente de los tres linchados el 12 de enero de 2009, en Camanchaj, Quiché.
Los acusaban de haber secuestrado a Ana Ajanel y a su hija de cuatro años. Pero el rapto está rodeado de misterio, nadie habla de eso y Ana se niega a contar lo que pasó. Algunos dicen que la violaron frente a la pequeña, otros dicen que les quemaron la piel con cigarros y hay otros que aseguran que no les hicieron nada, que sólo las retuvieron unas cuantas horas hasta que el esposo pagó el rescate. Se dijo además que los pobladores encontraron armas, huesos y un cráneo humano en la casa de los supuestos secuestradores.
Y todo esto lo dicen por lo bajo, porque nadie en el pueblo se atreve a aludir el asunto de frente. “Ya eso está cerrado, no hay nada más que decir”, dice Tomás Saquic, uno de los “principales” de Camanchaj. Sus palabras suenan como pedradas a través de la línea telefónica, “no esté preguntando nada, ya se hizo justicia y eso es asunto nuestro”, asevera, “lo único que le puedo decir es que aquí tenemos mano dura y sabemos que la Policía, los derechos humanos y los jueces son unos corruptos”. No hay más palabras.
El sobreviviente
La televisión escupe un partido de fútbol al que nadie le presta atención. La pantalla ilumina seis camas altas y ajadas donde descansan enfermos, recién operados y convalecientes. En la marcada con el número cinco yace José Tecú, tratando de conseguir unos minutos de sueño.
Está cubierto por una sábana azul, tan delgada que se trasluce en su cuerpo amarillento. No tiene almohada, en su lugar su esposa ha acomodado un suéter y una toalla a la que José da forma constantemente. Recién le han retirado la comida y el olor se esparce todavía por la habitación. Es un olor agrio, que se confunde con el cítrico exagerado del desinfectante y el hedor a piel quemada. “Uno se acostumbra rápido, al principio me daba náusea este lugar, pero ya no lo siento”, dice, mientras saca uno de sus brazos de debajo de la manta. Entrecierra los ojos y hace un puchero, su rostro denota que mover la mano no ha sido fácil. Y mano es un decir, porque en realidad lo que José tiene es un colgajo de carne fétida amarillenta, peor aún es el estado de su pierna derecha, un hueso expuesto y quemaduras que se niegan a sanar, eso fue lo que luego de tres meses de padecimientos acabó con su vida. “Me metieron en su lío, yo no tuve nada que ver”, asegura y lo dice alzando la voz, como para cerciorarse de que sus compañeros de cuarto lo han escuchado, y también la mujer que restriega insistentemente un trapeador contra el suelo.
Son los últimos días de febrero y el Hospital Roosevelt está colmado de pacientes. En los pasillos una serie de camillas de metal oxidado se esfuerzan por sostener a los enfermos que ya no caben en los cuartos. Algunos cuidan de no moverse demasiado porque a su lado está un bacín repleto de orines que la enfermera se olvidó de vaciar. Eso es lo que José Tecú observa a diario, “el doctor dice que puedo estar hasta seis meses más aquí”, cuenta con la voz entrecortada. Ese día no podía siquiera imaginar que un mes más tarde tendría que tomar una decisión definitiva: la pierna o la vida. O le amputaban la extremidad carcomida por el fuego o la infección se regaba por todo el cuerpo. Eligió la pierna y el 28 de marzo falleció.
El día más largo
El lunes 12 de enero la esposa de José se levantó antes que el sol. Preparó café y dejó pan en la mesa, después se colocó el canasto con verdura sobre la cabeza y salió sin hacer ruido. Camino al mercado sospechó que algo pasaba en el pueblo porque la calle estaba más animada que de costumbre. No se distrajo, siguió su ruta sin preguntar nada. Ese día recibió pocos clientes, “seguro que hay algo en el salón de usos múltiples” pensó, no por eso nadie se asomaba por el mercado. Pero a media mañana se apareció alguien, no era un cliente, sino su suegro con el rostro pálido y las manos temblorosas: “Están quemando a José”, le dijo, entonces comprendió que el salón de usos múltiples estaba siendo utilizado para uno de los múltiples usos: un linchamiento.
La noche anterior Ana Ajanel había identificado a sus captores. La noticia se fue esparciendo como se esparce la lluvia, sin dejar nada seco. Personas de los ocho cantones vecinos llegaban a intervalos regulares, preguntando dónde estaban los delincuentes y cómo podían ayudar. De acuerdo a los bomberos, llegaron unas mil personas. Se iba a hacer justicia para Ana. De esa cuenta una turba fue a la casa de José Conox y otra a la de Diego Morales. Los sacaron a rastras y los vapulearon hasta el amanecer.
Pero los Ajanel sabían que había un tercer cómplice, alguien a quien Ana no logró reconocer.
“Dijeron mi nombre por decir algo”, cuenta José, en su mirada no hay rastros de ira, ni en su tono de voz indignación. Más bien parece resignado, “los estaban golpeando y a lo mejor pensaron que si decían un nombre los iban a dejar y el primero que se les ocurrió fue el mío”, dice José que vuelve la mirada al televisor y pide que lo apaguen, el enjambre de palabras del narrador le está causando mareo.
El día del linchamiento, a eso de las siete de la mañana, la puerta sonó insistentemente en la casa de José. “Seguro mi mujer olvidó algo”, pensó y se levantó descalzo, medio dormido. No era su esposa, sino un grupo de vecinos que le exigían que saliera. Los cuatro hijos del matrimonio se despertaron sobresaltados, “¿a dónde te llevan papa?”, preguntaban, y José, con sonrisa y la voz serena les aseguró que era un problema por la junta escolar, de la que él formaba parte. “Se va a arreglar rápido”, prometió. En el camino al salón iba pensando que en cuanto le dieran la oportunidad explicaba todo.
No hubo tiempo de explicaciones ni nada. De un momento a otro estaba en el centro del salón recibiendo puntapiés y piedras de los asistentes. Se cubría la cabeza con las manos hasta que uno de los residentes se las ató en la espalda. Después logró ver a un chico, “tendría unos 15 años”, acercarse con un galón de gasolina. Entre los pies y manos armadas de palos, José divisaba una ambulancia y tres bomberos recostados en ella. “No podíamos entrar”, dice Tomás Xon, uno de los paramédicos. “Cuando hay pleito nunca dejan, lo único que uno puede hacer es estar listo para cuando la gente los deje libres o se canse, a ver si todavía nos los entregan vivos”. Y los dieron más muertos que vivos. Los rescatistas los llevaron al hospital de Sololá. Allí murió Conox. Morales y José Tecú fueron trasladados al día siguiente a la capital. A Morales le dio un paro respiratorio días después.
La Policía no intervino nunca. “Con mil personas enojadas uno no se puede meter”, dice el inspector Vargas de la Policía Nacional Civil, “terminaríamos hechos ceniza nosotros también, nadie nos iría a rescatar. Pedimos refuerzos, que nos manden gente de la capital para ver si así podemos controlar la situación, pero los mandan por tierra y tardan mucho en llegar, si los trajeran por aire sería rápido, pero así no se puede”, se queja y luego da una advertencia: “No ande preguntando por ahí qué pasó, porque medio hacen una bulla y en un ratito se juntan todos y viene el fuego”.
Para el Ministerio Público dar con los incitadores es complicado y arriesgado. “No podemos entrar, la comunidad está cercada”, comenta el fiscal Casimiro Efraín. Investigar un linchamiento requiere además de astucia, tener una vocación un tanto suicida. Todos en el pueblo son cómplices y actuaron en conjunto por lo tanto nadie hablará. No confían en la Policía, no denuncian ni les dejan actuar.
Sin embargo Efraín ya ha conseguido llevar a prisión a los causantes de un linchamiento. Fue en 2002, los vecinos de la aldea Chicua III, a unos 10 minutos de Camanchaj, lincharon a 2 personas. Los acusaban de estafa. Las 2 víctimas habían promovido un proyecto para ampliar la cobertura de energía eléctrica en el pueblo, pretendían llevar alumbrado a varios sectores oscuros. Hicieron una colecta entre los habitantes, pero la obra no se realizó. Así que un día, sin mediar palabra, fueron por los que prometieron la luz y les cegaron la vida. En ese entonces Efraín y su equipo lograron convencer a los familiares de las víctimas de que identificaran a los líderes del linchamiento. De esa cuenta lograron dar con los 12 promotores. Tres de ellos fueron condenados a 40 años de cárcel, 7 están prófugos, uno murió poco después del hecho y el último fue capturado en febrero y está a la espera de juicio.
Para atraparlos se valieron de su astucia. Entrar por ellos al pueblo era imposible. “Nos matarían”, cuenta el fiscal. Pero los vigilaron desde afuera y cuando, creyéndose libres, los promotores del linchamiento salieron del pueblo la Policía ya los estaba esperando. En el caso de Camanchaj ningún familiar de los fallecidos ha querido hablar, José, único sobreviviente, dice que no reconoció a nadie. “Los tienen amenazados, viven bajo presión”, cree Efraín, “por eso nadie vio nada, nadie supo nada”.
La Misión de Verificación de las Naciones Unidas en Guatemala (Minugua) estableció que en el 78 por ciento de los casos, la propia comunidad fue la “instigadora”. En un 12 por ciento fueron las autoridades locales. Ex agentes del Estado contrainsurgente constituyen el 4 por ciento de los casos. El restante 6 por ciento fueron individuos no identificados plenamente.
¿Linchar es delito?
En muchas ocasiones los pobladores no creen que están cometiendo un delito al linchar... de hecho según la ley no lo están haciendo, porque el delito de linchamiento no existe en el Código Penal guatemalteco. Los jueces logran condenarlos bajo cargos de asesinato, reunión ilícita, daños físicos, desorden público, complicidad y negación de auxilio. La iniciativa de ley que pretende tipificar el linchamiento como un delito y que contempla penas para todo aquel que asista o colabore, está tragando polvo en los archivos del Congreso desde 2001.
Sin embargo, luego del linchamiento en Camanchaj quedó en el pueblo una sensación extraña, como si se tuviese conciencia de que se actuó mal. La gente no sale de sus casas, si se ven en la calle se saludan bajando la mirada. “Ellos saben que todos son cómplices y por eso nadie habla”, dice el fiscal Efraín.
La esposa de José le acaricia la frente, mientras él trata de olvidarse del dolor. Sentada a la izquierda de la cama está la hermana menor de José, las 2 mujeres no se explican por qué pasó eso, si en el pueblo la familia siempre fue vista con buenos ojos aseguran. Son de la etnia maya quiché, al igual que el resto de la población de la aldea. Hay quienes ven en los linchamientos un problema cultural y otros que les tachan de racistas. Los datos de Minugua revelaron que el 79 por ciento de los casos de linchamientos ocurrió en comunidades indígenas, un 8 por ciento compuestas de indígenas y ladinos y en el restante 13 por ciento de comunidades ladinas.
“Lo importante es entender por qué ocurre con más frecuencia en comunidades indígenas”, dice el sociólogo Carlos Mendoza. “Yo he sugerido la hipótesis de que el componente colectivo de los linchamientos es facilitado por la enorme capacidad de organización, coordinación y contribución para proveer bienes públicos, que poseen las comunidades indígenas, en comparación con las comunidades no indígenas. Las fuertes identidades étnicas, o territoriales, y el agudo sentido de pertenencia a la comunidad hacen que una ofensa contra un miembro de la misma sea considerada como algo que afecta a todos los vecinos”, agrega.
Sin embargo la violencia común es más frecuente en comunidades no indígenas. “Eso va en contra del estereotipo de que los indígenas son más violentos, “salvajes”, que los ladinos. Pues, como se ha documentado en varias oportunidades, las tasas de homicidios son muy altas en los municipios no indígenas del país, mientras que son bastante bajas en los municipios indígenas incluso comparables con las de los países nórdicos”, afirma Mendoza.
En 1999 se creó la Comisión Nacional de Prevención del Linchamiento, con la intención de educar a la población. Pero no ha conseguido demasiado. En 2007 hubo 43 casos, el año pasado 56 y en lo que va de 2009 ya se contabilizan 30. “Toda la violencia ha ido en aumento, en todos los sectores”, dice Mildred Luna, que preside la comisión. El último programa que han implementado se llama “Ama la vida, no la destruyas. No seas parte de un linchamiento”, que ha llevado el mensaje a las radios y a los canales locales de cable en los municipios.
La madre de José hizo un viaje largo para poder ver a su hijo. Lo encontró con los ojos vidriosos, la piel quemada y dolor en todo el cuerpo, pero vivo. Habla muy poco y su hijo tiene que traducirle las preguntas al español, no comprende por qué pasó eso, si José es hombre de bien, dice, un sastre trabajador y buen padre. La madre tiene debajo de los ojos dos bolsas largas y profundas, tapizadas de canales horizontales que le forman pliegues, le cuesta caminar y está visiblemente cansada, pero debe volver pronto porque está cuidando a sus nietos, el menor de cuatro años. José baja la mirada e inclina la cabeza. Está pensando en lo que viene después, cuando salga del hospital. “Yo voy a regresar allá”, dice de repente como si acabara de tomar una decisión trascendental en su vida, “voy a seguir de sastre, porque yo ganaba bien”. ¿No tiene miedo? “no, yo creo que ellos se dieron cuenta ya que yo no tuve nada que ver”, asegura.
No tuvo tiempo de volver para demostrarlo ni para enfrentarse a la justicia, esa de jueces y procesos largos.
En San Pedro Yopocapa, los curiosos se acercan a un linchado.Todos son cómplices, aunque no todos lo saben. Con estar presentes ya cometen un delito. Foto de archivo de elPeriódico.
elPeriódico (10 mayo 2009)
Después de la golpiza y justo cuando su cuerpo empezaba a arder en llamas, José Tecú se desmayó. Y el desmayo fue un alivio, porque el dolor y el miedo llegaban ya a niveles intolerables. Su cuerpo permanecía en el suelo, rodeado de decenas de personas que no querían irse sin, al menos, haberle asestado un puntapié a aquel hombre que más bien parecía un saco de huesos rotos. Pero el desmayo duró poco y con la conciencia llegaron los rostros de seres iracundos que le insultaban. Con el único ojo que le quedaba alcanzó a ver los cascos de la Policía que intentaban inútilmente calmar a los pobladores. Quiso rodar por el suelo para apagar las llamas que le calcinaban, pero el calor y el ardor en la piel eran inmensos, no pudo hacer nada, sólo permanecer en el suelo y dejar que las llamas se fueran comiendo su cuerpo. “Yo ya estoy muerto”, pensó, y acto seguido le pidió a Dios que saliera a su encuentro, “¿por qué no te veo si ya estoy muerto?”, le decía. Fue el único sobreviviente de los tres linchados el 12 de enero de 2009, en Camanchaj, Quiché.
Los acusaban de haber secuestrado a Ana Ajanel y a su hija de cuatro años. Pero el rapto está rodeado de misterio, nadie habla de eso y Ana se niega a contar lo que pasó. Algunos dicen que la violaron frente a la pequeña, otros dicen que les quemaron la piel con cigarros y hay otros que aseguran que no les hicieron nada, que sólo las retuvieron unas cuantas horas hasta que el esposo pagó el rescate. Se dijo además que los pobladores encontraron armas, huesos y un cráneo humano en la casa de los supuestos secuestradores.
Y todo esto lo dicen por lo bajo, porque nadie en el pueblo se atreve a aludir el asunto de frente. “Ya eso está cerrado, no hay nada más que decir”, dice Tomás Saquic, uno de los “principales” de Camanchaj. Sus palabras suenan como pedradas a través de la línea telefónica, “no esté preguntando nada, ya se hizo justicia y eso es asunto nuestro”, asevera, “lo único que le puedo decir es que aquí tenemos mano dura y sabemos que la Policía, los derechos humanos y los jueces son unos corruptos”. No hay más palabras.
El sobreviviente
La televisión escupe un partido de fútbol al que nadie le presta atención. La pantalla ilumina seis camas altas y ajadas donde descansan enfermos, recién operados y convalecientes. En la marcada con el número cinco yace José Tecú, tratando de conseguir unos minutos de sueño.
Está cubierto por una sábana azul, tan delgada que se trasluce en su cuerpo amarillento. No tiene almohada, en su lugar su esposa ha acomodado un suéter y una toalla a la que José da forma constantemente. Recién le han retirado la comida y el olor se esparce todavía por la habitación. Es un olor agrio, que se confunde con el cítrico exagerado del desinfectante y el hedor a piel quemada. “Uno se acostumbra rápido, al principio me daba náusea este lugar, pero ya no lo siento”, dice, mientras saca uno de sus brazos de debajo de la manta. Entrecierra los ojos y hace un puchero, su rostro denota que mover la mano no ha sido fácil. Y mano es un decir, porque en realidad lo que José tiene es un colgajo de carne fétida amarillenta, peor aún es el estado de su pierna derecha, un hueso expuesto y quemaduras que se niegan a sanar, eso fue lo que luego de tres meses de padecimientos acabó con su vida. “Me metieron en su lío, yo no tuve nada que ver”, asegura y lo dice alzando la voz, como para cerciorarse de que sus compañeros de cuarto lo han escuchado, y también la mujer que restriega insistentemente un trapeador contra el suelo.
Son los últimos días de febrero y el Hospital Roosevelt está colmado de pacientes. En los pasillos una serie de camillas de metal oxidado se esfuerzan por sostener a los enfermos que ya no caben en los cuartos. Algunos cuidan de no moverse demasiado porque a su lado está un bacín repleto de orines que la enfermera se olvidó de vaciar. Eso es lo que José Tecú observa a diario, “el doctor dice que puedo estar hasta seis meses más aquí”, cuenta con la voz entrecortada. Ese día no podía siquiera imaginar que un mes más tarde tendría que tomar una decisión definitiva: la pierna o la vida. O le amputaban la extremidad carcomida por el fuego o la infección se regaba por todo el cuerpo. Eligió la pierna y el 28 de marzo falleció.
El día más largo
El lunes 12 de enero la esposa de José se levantó antes que el sol. Preparó café y dejó pan en la mesa, después se colocó el canasto con verdura sobre la cabeza y salió sin hacer ruido. Camino al mercado sospechó que algo pasaba en el pueblo porque la calle estaba más animada que de costumbre. No se distrajo, siguió su ruta sin preguntar nada. Ese día recibió pocos clientes, “seguro que hay algo en el salón de usos múltiples” pensó, no por eso nadie se asomaba por el mercado. Pero a media mañana se apareció alguien, no era un cliente, sino su suegro con el rostro pálido y las manos temblorosas: “Están quemando a José”, le dijo, entonces comprendió que el salón de usos múltiples estaba siendo utilizado para uno de los múltiples usos: un linchamiento.
La noche anterior Ana Ajanel había identificado a sus captores. La noticia se fue esparciendo como se esparce la lluvia, sin dejar nada seco. Personas de los ocho cantones vecinos llegaban a intervalos regulares, preguntando dónde estaban los delincuentes y cómo podían ayudar. De acuerdo a los bomberos, llegaron unas mil personas. Se iba a hacer justicia para Ana. De esa cuenta una turba fue a la casa de José Conox y otra a la de Diego Morales. Los sacaron a rastras y los vapulearon hasta el amanecer.
Pero los Ajanel sabían que había un tercer cómplice, alguien a quien Ana no logró reconocer.
“Dijeron mi nombre por decir algo”, cuenta José, en su mirada no hay rastros de ira, ni en su tono de voz indignación. Más bien parece resignado, “los estaban golpeando y a lo mejor pensaron que si decían un nombre los iban a dejar y el primero que se les ocurrió fue el mío”, dice José que vuelve la mirada al televisor y pide que lo apaguen, el enjambre de palabras del narrador le está causando mareo.
El día del linchamiento, a eso de las siete de la mañana, la puerta sonó insistentemente en la casa de José. “Seguro mi mujer olvidó algo”, pensó y se levantó descalzo, medio dormido. No era su esposa, sino un grupo de vecinos que le exigían que saliera. Los cuatro hijos del matrimonio se despertaron sobresaltados, “¿a dónde te llevan papa?”, preguntaban, y José, con sonrisa y la voz serena les aseguró que era un problema por la junta escolar, de la que él formaba parte. “Se va a arreglar rápido”, prometió. En el camino al salón iba pensando que en cuanto le dieran la oportunidad explicaba todo.
No hubo tiempo de explicaciones ni nada. De un momento a otro estaba en el centro del salón recibiendo puntapiés y piedras de los asistentes. Se cubría la cabeza con las manos hasta que uno de los residentes se las ató en la espalda. Después logró ver a un chico, “tendría unos 15 años”, acercarse con un galón de gasolina. Entre los pies y manos armadas de palos, José divisaba una ambulancia y tres bomberos recostados en ella. “No podíamos entrar”, dice Tomás Xon, uno de los paramédicos. “Cuando hay pleito nunca dejan, lo único que uno puede hacer es estar listo para cuando la gente los deje libres o se canse, a ver si todavía nos los entregan vivos”. Y los dieron más muertos que vivos. Los rescatistas los llevaron al hospital de Sololá. Allí murió Conox. Morales y José Tecú fueron trasladados al día siguiente a la capital. A Morales le dio un paro respiratorio días después.
La Policía no intervino nunca. “Con mil personas enojadas uno no se puede meter”, dice el inspector Vargas de la Policía Nacional Civil, “terminaríamos hechos ceniza nosotros también, nadie nos iría a rescatar. Pedimos refuerzos, que nos manden gente de la capital para ver si así podemos controlar la situación, pero los mandan por tierra y tardan mucho en llegar, si los trajeran por aire sería rápido, pero así no se puede”, se queja y luego da una advertencia: “No ande preguntando por ahí qué pasó, porque medio hacen una bulla y en un ratito se juntan todos y viene el fuego”.
Para el Ministerio Público dar con los incitadores es complicado y arriesgado. “No podemos entrar, la comunidad está cercada”, comenta el fiscal Casimiro Efraín. Investigar un linchamiento requiere además de astucia, tener una vocación un tanto suicida. Todos en el pueblo son cómplices y actuaron en conjunto por lo tanto nadie hablará. No confían en la Policía, no denuncian ni les dejan actuar.
Sin embargo Efraín ya ha conseguido llevar a prisión a los causantes de un linchamiento. Fue en 2002, los vecinos de la aldea Chicua III, a unos 10 minutos de Camanchaj, lincharon a 2 personas. Los acusaban de estafa. Las 2 víctimas habían promovido un proyecto para ampliar la cobertura de energía eléctrica en el pueblo, pretendían llevar alumbrado a varios sectores oscuros. Hicieron una colecta entre los habitantes, pero la obra no se realizó. Así que un día, sin mediar palabra, fueron por los que prometieron la luz y les cegaron la vida. En ese entonces Efraín y su equipo lograron convencer a los familiares de las víctimas de que identificaran a los líderes del linchamiento. De esa cuenta lograron dar con los 12 promotores. Tres de ellos fueron condenados a 40 años de cárcel, 7 están prófugos, uno murió poco después del hecho y el último fue capturado en febrero y está a la espera de juicio.
Para atraparlos se valieron de su astucia. Entrar por ellos al pueblo era imposible. “Nos matarían”, cuenta el fiscal. Pero los vigilaron desde afuera y cuando, creyéndose libres, los promotores del linchamiento salieron del pueblo la Policía ya los estaba esperando. En el caso de Camanchaj ningún familiar de los fallecidos ha querido hablar, José, único sobreviviente, dice que no reconoció a nadie. “Los tienen amenazados, viven bajo presión”, cree Efraín, “por eso nadie vio nada, nadie supo nada”.
La Misión de Verificación de las Naciones Unidas en Guatemala (Minugua) estableció que en el 78 por ciento de los casos, la propia comunidad fue la “instigadora”. En un 12 por ciento fueron las autoridades locales. Ex agentes del Estado contrainsurgente constituyen el 4 por ciento de los casos. El restante 6 por ciento fueron individuos no identificados plenamente.
¿Linchar es delito?
En muchas ocasiones los pobladores no creen que están cometiendo un delito al linchar... de hecho según la ley no lo están haciendo, porque el delito de linchamiento no existe en el Código Penal guatemalteco. Los jueces logran condenarlos bajo cargos de asesinato, reunión ilícita, daños físicos, desorden público, complicidad y negación de auxilio. La iniciativa de ley que pretende tipificar el linchamiento como un delito y que contempla penas para todo aquel que asista o colabore, está tragando polvo en los archivos del Congreso desde 2001.
Sin embargo, luego del linchamiento en Camanchaj quedó en el pueblo una sensación extraña, como si se tuviese conciencia de que se actuó mal. La gente no sale de sus casas, si se ven en la calle se saludan bajando la mirada. “Ellos saben que todos son cómplices y por eso nadie habla”, dice el fiscal Efraín.
La esposa de José le acaricia la frente, mientras él trata de olvidarse del dolor. Sentada a la izquierda de la cama está la hermana menor de José, las 2 mujeres no se explican por qué pasó eso, si en el pueblo la familia siempre fue vista con buenos ojos aseguran. Son de la etnia maya quiché, al igual que el resto de la población de la aldea. Hay quienes ven en los linchamientos un problema cultural y otros que les tachan de racistas. Los datos de Minugua revelaron que el 79 por ciento de los casos de linchamientos ocurrió en comunidades indígenas, un 8 por ciento compuestas de indígenas y ladinos y en el restante 13 por ciento de comunidades ladinas.
“Lo importante es entender por qué ocurre con más frecuencia en comunidades indígenas”, dice el sociólogo Carlos Mendoza. “Yo he sugerido la hipótesis de que el componente colectivo de los linchamientos es facilitado por la enorme capacidad de organización, coordinación y contribución para proveer bienes públicos, que poseen las comunidades indígenas, en comparación con las comunidades no indígenas. Las fuertes identidades étnicas, o territoriales, y el agudo sentido de pertenencia a la comunidad hacen que una ofensa contra un miembro de la misma sea considerada como algo que afecta a todos los vecinos”, agrega.
Sin embargo la violencia común es más frecuente en comunidades no indígenas. “Eso va en contra del estereotipo de que los indígenas son más violentos, “salvajes”, que los ladinos. Pues, como se ha documentado en varias oportunidades, las tasas de homicidios son muy altas en los municipios no indígenas del país, mientras que son bastante bajas en los municipios indígenas incluso comparables con las de los países nórdicos”, afirma Mendoza.
En 1999 se creó la Comisión Nacional de Prevención del Linchamiento, con la intención de educar a la población. Pero no ha conseguido demasiado. En 2007 hubo 43 casos, el año pasado 56 y en lo que va de 2009 ya se contabilizan 30. “Toda la violencia ha ido en aumento, en todos los sectores”, dice Mildred Luna, que preside la comisión. El último programa que han implementado se llama “Ama la vida, no la destruyas. No seas parte de un linchamiento”, que ha llevado el mensaje a las radios y a los canales locales de cable en los municipios.
La madre de José hizo un viaje largo para poder ver a su hijo. Lo encontró con los ojos vidriosos, la piel quemada y dolor en todo el cuerpo, pero vivo. Habla muy poco y su hijo tiene que traducirle las preguntas al español, no comprende por qué pasó eso, si José es hombre de bien, dice, un sastre trabajador y buen padre. La madre tiene debajo de los ojos dos bolsas largas y profundas, tapizadas de canales horizontales que le forman pliegues, le cuesta caminar y está visiblemente cansada, pero debe volver pronto porque está cuidando a sus nietos, el menor de cuatro años. José baja la mirada e inclina la cabeza. Está pensando en lo que viene después, cuando salga del hospital. “Yo voy a regresar allá”, dice de repente como si acabara de tomar una decisión trascendental en su vida, “voy a seguir de sastre, porque yo ganaba bien”. ¿No tiene miedo? “no, yo creo que ellos se dieron cuenta ya que yo no tuve nada que ver”, asegura.
No tuvo tiempo de volver para demostrarlo ni para enfrentarse a la justicia, esa de jueces y procesos largos.
En San Pedro Yopocapa, los curiosos se acercan a un linchado.Todos son cómplices, aunque no todos lo saben. Con estar presentes ya cometen un delito. Foto de archivo de elPeriódico.
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