Por Lucía Escobar
elPeriódico (11 nov 07)
Cansados de los robos a plena luz del día y las extorsiones, ese domingo 9 de septiembre, día de las elecciones, unos 60 ciudadanos, padres de familia, evangélicos y representantes del Consejo Comunitario de Desarrollo (Cocodes) de la aldea Cerro Alto, San Juan Sacatepéquez, decidieron ponerle un alto a los pandilleros. “Platicamos, llegamos a un consenso y nos comprometimos con Dios a que rescataríamos a esos muchachos, no importaba si perdíamos la vida por el bien de la aldea. Pero nunca pensamos que la gente llegaría a la situación drástica de quemarlos”, recuerda Luis Ramón Paredes, secretario general del ministerio Cristo Viene.
Antes de morir, los pandilleros Mynor Cotzojay y otro identificado únicamente como el Lechero dictaron los nombres de cada uno de los jefes de sectores y de cada integrante de su pandilla. Así, lograron capturar a los cabecillas en un trabajo de allanamiento, casa por casa, que comenzó a las 6:00 de la mañana y finalizó a las 9:00 de la noche, cuando pandilleros y padres de familia estaban convencidos de la importancia de firmar un acta de rendición. Cotzojay y el Lechero se negaron a aceptar la amnistía, y por eso fueron ajusticiados. Ese día, en la aldea se sintió el olor a quemado del infierno.
Eso fue hace dos meses y los habitantes de la aldea Cerro Alto, en San Juan Sacatepéquez, tratan de no pensar mucho en el pasado; suficientes problemas tienen que resolver ahora. En sus manos está la responsabilidad de no decepcionar a los 173 pandilleros, algunos con educación primaria, otros sin ningún tipo de instrucción, que se rindieron y entregaron simbólicamente sus armas. “Al final dieron las que ya no servían, unas cuatro o cinco armas fuertes, una escopeta hechiza y algunas municiones de calibre 45 expansivo”, recuerda un vecino.
A cambio, los pandilleros recibieron un carné que aún los acredita como jóvenes en proceso de reinserción social, comprometidos a no consumir drogas, a llevar el pelo recortado y vestirse correctamente (no gorras de lado, no pantalones flojos), a no cargar celulares y a no andar dos de ellos o más juntos. Tampoco pueden ir a la cantina como remedio alcohólico contra la abstinencia del crack.
A pesar de esta tregua, la tranquilidad no llega por arte de magia a los 17 mil habitantes repartidos en los caseríos Realguit, Los Chajones, Ajvix, Pasajoc, Cerro Alto, Patzanes I, Patzanes II y los Cux, jurisdicción de San Juan Sacatepéquez, a 37 kilómetros de la ciudad capital. Viven en tal pobreza y abandono, propia más bien de Los Cuchumatanes, que no cuentan con una escuela secundaria ni vías de acceso pavimentadas ni tampoco espacios para el deporte o la distracción, mucho menos capacitaciones o fuentes de trabajo o estudio para los casi 10 mil jóvenes y niños que solo cuentan con 17 iglesias evangélicas y 8 católicas como opción recreativa.
Paredes, del ministerio Cristo Viene, no quiere que los ex pandilleros piensen que ahora que dejaron de hacer daño a la sociedad nadie se ocupa de ellos. Le inquieta que, aunque muchos tienen la esperanza y la disposición para dejar de consumir el crack, no cuentan con ningún programa de higiene mental para desintoxicarse. Además, la tentación está a la vuelta, con sus vecinos de San Raymundo, Ciudad Quetzal o Villa Nueva, de donde llegan los distribuidores de drogas y armas.
Por eso mismo, los vecinos de Cerro Alto no descartan la posibilidad de una contraofensiva de pandilleros de otros barrios, que no se resignan a perder la clientela, así de fácil.
No es paranoia, ya que uno de los vecinos más activos en la reinserción de los jóvenes va y viene de la capital buscando programas de ayuda, y debió cambiar su número de celular por las amenazas recibidas. Su esposa le ruega que ya no siga, le dice que suficiente ha hecho por Cerro Alto, que es hora de que otros vecinos prosigan su trabajo. Él sólo responde: “Si nos unimos para algo tan malo, ahora debemos seguir unidos para rescatarlos y darles una oportunidad”.
Más de tres puntos para el futuro
Un vecino de Cerro Alto asegura que los problemas empezaron luego de la firma de la paz en Guatemala, cuando el Ejército dejó de reclutar jóvenes. “Estos ya no se escondían, y empezaron a sentir la libertad de poder hacer lo que quisieran”. Pero más que exceso de libertad, lo que parecen pedir muchos de estos jóvenes es un trabajo. Ni siquiera uno que compita con los Q200 diarios que ganaban en extorsiones, sino tan sólo uno seguro y estable, uno de los 120 mil nuevos empleos que este país necesita cada año para absorber a los jóvenes al sector productivo. Una forma de acabar con el fenómenos de las pandillas.
Para empezar el cambio, los padres de familia consideran que el Gobierno debe poner el material y la maquinaria para pavimentar las calles, y la comunidad pondría la mano de obra. También proponen que el financiamiento internacional que se consiga vaya directamente a la Asociación de Desarrollo de Cerro Alto; ya no quieren que la ayuda se diluya en diagnósticos o informes de terceros. “Los Cocodes estamos legalizados, y contamos con un terreno listo para construir un campo de fútbol, y un centro de enseñanza de oficios para capacitar en mecánica, computación, carpintería, panadería y colchonería”.
Sueños o promesas
Hasta el momento, no hay señas del serenazgo solicitado a Gobernación ni se han vuelto a ver las patrullas que reforzarían la seguridad y que solo aparecieron los primeros días.
No se supo nada de los cinco trabajos en carpintería que María Adela de Torrebiarte prometió a los ex pandilleros; tampoco se han visto los hornos y computadoras que Emilio Goubod, de Asociación Prevención del Delito (Aprede), aseguró proveer. Y los jóvenes aún esperan al psicólogo que Banrural prometió mandar para curar las adicciones.
Nadie ha escrito el proyecto de la escuela de bomberos y paramédicos con la que sueñan algunos de los jóvenes de allí, y que aseguran hace falta en la zona. Nada hay de la idea de cambiar armas por computadoras o cámaras de fotos. Todos son proyectos que deben gestionarse y para los que se necesita algo de recursos económicos, empezando con el uso de Internet, que la Asociación de Cerro Alto no puede financiar.
Hasta el momento sólo la ONG Gente Ayudando Gente, sin recursos pero con muchas ganas, se reúne todos los domingos con casi 40 jóvenes ex rivales en las pandillas para apoyarlos en pláticas no religiosas, algunos juegos y deportes, “para que no pierdan la continuidad ni el proceso”.
Habrá que ver si eso es suficiente para desafiar a la ley de la mara, ese destino de tres aristas donde solo caben el hospital, la cárcel o el cementerio, y que casi todos los pandilleros llevan no solo asumido, sino tatuado en la piel.
Dos fichados y un sueño
Otto* tiene 19 años y desde hace tres era miembro de la mara Salvatrucha. Lee y escribe sólo un poco. Hoy lo acompaña su padre, un señor poco expresivo que se lamenta porque no tuvo los recursos económicos para mandar a estudiar a sus nueve hijos. Otto es uno de los cinco que no pudieron asistir a la escuela. “¡Imagínese, Q40 por alumno! A la iglesia sí lo llevé desde chiquito, está bautizado, y cuando me daba cuenta de sus malos pasos lo corregía. Estuve contra ellos. Le decía: ahí sólo se matan, salí de ahí, mirá a tus hermanos que trabajan en casa”. Por eso, cuando Otto intentaba dejar la pandilla recurría a la iglesia. Pero luego encontraba a los amigos y, cuando sentía, ya se estaban echando el primo (mariguana y piedra). No sé qué pasaba por mi mente, que no podía dejarlo. Salíamos a todos los lugares juntos, nos ayudábamos, teníamos una comunión. Mi chava desde hace tiempo quería que la dejara. Lo que más me cuesta es no consumir mariguana y crack”.
Finalmente, ahora está trabajando con sus hermanos en una fábrica casera de cohetes o cuetes artesanales. Aún confía en que se le cumpla su mayor anhelo: tener un trabajo estable, ser un operario de maquila.
Junto a Otto se encuentra el Enano*. Tiene 16 años y una cojera que lo acompaña desde la niñez.
En parte de su brazo y cuello sobresale una enorme cicatriz, producto de una quemadura. Es un “niño de la pólvora”, uno más de esos 84 millones de infantes que trabajan en labores peligrosas en el mundo y, según estadísticas de la Procuraduría de los Derechos Humanos y la Organización Internacional del Trabajo (OIT), solo uno de los 3 mil 709 menores de edad que fabrican cohetes, morteros, y los –¿extintos?– cachinflines en San Juan Sacatepéquez. Apenas hizo la escuela primaria, y a los 12 años ya era orgullosamente parte de los salvatruchas. “Allí todos éramos iguales, no habían jefes, teníamos que morir por la mara, nadie se hacía para atrás, teníamos conciencia de qué es una guerra. Yo conocí a los dos linchados, crecimos juntos desde los cuatro años; a uno lo agarraron delante de mí. Desde hace tiempo sabía que me estaba haciendo daño y me quería salir.
Mi única solución fue entregarme, no puedo huir toda la vida, ahora me gustaría estudiar o trabajar de mecánico”.
*nombre ficticio, persona real.
Cuando esté listo el churrasco
Hace dos semanas fue linchado otro supuesto pandillero a pocas cuadras del parque de San Juan. A decir de los lugareños, “estaba asaltando una casa junto a otros dos”, pero solo uno cayó en manos del grupo que ha decidido ajusticiar a quien resulte sospechoso de pertenecer a una pandilla. “Esta acción es mejor que se mantenga calladita, para que no se hagan mayores averiguaciones. Lamentablemente, es la única solución”, comenta una persona que supuestamente participó en el linchamiento.
En San Raymundo, el municipio que colinda con la aldea Cerro Alto, lincharon a otro presunto pandillero que momentos antes había robado un celular a una mujer. “Le prendieron fuego tres veces, y por último le pegaron un tiro en la cabeza”, dice una testigo. La Policía pasa a ser un observador más de la justicia popular, e incluso hay versiones de algunos dirigentes de estos grupos que dan cuenta de que, vía telefónica, los jefes de las sub-estaciones de la PNC han dicho: “Den parte hasta que ya lo hayan chamuscado, y nosotros nos encargamos del resto”.
PAC, versión 2007
Las noches de todo el municipio de San Juan Sacatepéquez no son las mismas desde que los pobladores de Cerro Alto hicieron frente a las pandillas. Los patrullajes nocturnos se han vuelto parte de la rutina de los varones del vecindario. “Cuando los vi por primera vez creí que eran pandilleros que iban a agredirme”, dice un vecino, que se enteró hasta que se topó con el grupo de encapuchados. “No nos consultaron, solo nos dijeron qué día nos tocaba velar hasta las 2:00 de la madrugada”, dice el sexagenario, quien los compara con las extintas Patrullas de Autodefensa Civil.
Los grupos se han definido por cuadras o sectores. “Rondamos cada noche”, dice un sanjuanero con el rostro cubierto con un gorro pasamontañas. “Es incierto lo que haremos si capturamos a un pandillero: si lo entregamos a la Policía, lo soltarán a pocas cuadras y corremos el riesgo de que se vengue. No hay otra solución que gasolina y fósforos”, confiesa sereno el encapuchado.
Para ayudar
Para conseguir programas de desintoxicación o capacitaciones, pueden comunicarse a la Asociación de Desarrollo de Cerro Alto, al teléfono: (502) 5513-9847.
1 comment:
Los linchamientos no son ni pueden ser justicia, a mi criterio los linchamientos no son la justicia maya, según Daniel Pascal asegura que los organizadores de los linchamientos son exmiembros de las patrullas de autodefensa civil paramilitares que se formaron en le periodo de la guerra como una estrategia para ponerlos en contra de su misma gente, entonces los linchamientos serian como el resultado de un entrenamiento a los mismos indigenas y a la ves la respuesta de un gobierno que nunca les ha tomado en cuenta ni vela por cuidar los intereses de los indigenas. Se ha demostrado en los departamentos donde hay más víctimas de linchamiento han sido en los departamentos donde fueron más afectados por la guerra no se le ha dado prioridad a la educación, la salud, y existe la pobreza extrema. A mi criterio la causa de los linchamientos es el resultado del mismo gobierno en si por abandonar a la buena de "Dios" a los índigenas y ellos mismos también es producto de la misma violencia que se vive y la impotencia que experimenta la gente al ver que las autoridades no actuan con justicia.
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