Por Adofo Méndez Vides
elPeriódico (17 ago 06)
El subdesarrollo no se queda impune, digo, y queda demostrado en el reciente acto de barbaridad indígena perpetrado en el caserío de Pasajquín, en Nahualá. No es posible que la civilización retroceda tanto, que regresemos a la edad del salvajismo, a la condena social amparados en una supuesta “moral” colectiva que castiga al individuo por sus actos privados como en los tiempos anteriores al cristianismo, a las computadoras y a los viajes interplanetarios. ¿No hemos acaso aprendido de la Historia que todo totalitarismo se basa y afirma en la ignorancia? El hombre es libre y un ser complicado, que depende de tantas cosas, y a quien no se le puede condenar por transgredir la función de animal doméstico. La edición dominical de Nuestro Diario contiene la evidencia esperpéntica de lo que puede hacer un pueblo guiado por las creencias más absurdas, sustentadas en la convicción de líderes que creen poseer la verdad única, autoungidos para castigar y avergonzar a los suyos en la plaza pública por cometer lo que se considera un acto villano. ¿Dónde están las autoridades de los derechos humanos para proteger a los indefensos?
En la foto principal del reportaje de colección se observa a cuatro mujeres arrodilladas sobre piedrín, rodeadas por la turba. Las cabelleras les fueron trasquiladas, como a locas. Una de ellas está embarazada y tiene la vista perdida. Las otras tres mujeres expresan tristeza, humillación, cólera y resentimiento. La comunidad las acusó de vender a sus hijos; es decir, dieron en adopción a la sangre de su sangre, a cambio de unos cuantos dinares. Un hombre de cara dura, sombrero ancho, camisa azul abrochada hasta el cuello, les pone las manos encima como juez designado para condenar. ¿Y qué derecho tiene ese sujeto para decir si tales mujeres actuaron bien o mal? ¡Cuidado!, porque los fundamentalismos están aflorando en cada esquina, y un día pereceremos linchados quienes creemos en las libertades del individuo. Ser bárbaros no es algo nuevo. El Ayatollah Khomeini mandó a las mujeres de Irán a cubrirse el rostro, prohibió a los hombres el uso de pantalonetas deportivas, practicó la ejecución pública a pedradas y ejecutó a quienes disentían de sus principios religiosos. Ahora nosotros estamos cobijando el mismo tipo de arbitrariedades. Sus razones habrán tenido las pobres mujeres que entregaron a sus hijos en adopción, quizá hasta les salvaron la vida al mandarlos a un mejor destino en el mundo civilizado, o quizá no, y todo es un simple negocio globalizado o una extensión del Infierno.
No es posible que en un país que tuvo fama de pacífico se permita tales arrebatos bárbaros, que brotan de la ignorancia y la enfermedad de los fundamentalismos más siniestros, y por eso es urgente la educación libre, porque una vez que la masa se acerca a la ciencia y al conocimiento, queda entendido que nada se corrige humillando a los semejantes, y que cuando se empieza a desterrar brujos se termina expulsando intelectuales y reviviendo el clima antiguo del terror.
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