por Marta Sandoval
elPeriódico (10 mayo 2009)
Después de la golpiza y justo cuando su cuerpo empezaba a arder en llamas, José Tecú se desmayó. Y el desmayo fue un alivio, porque el dolor y el miedo llegaban ya a niveles intolerables. Su cuerpo permanecía en el suelo, rodeado de decenas de personas que no querían irse sin, al menos, haberle asestado un puntapié a aquel hombre que más bien parecía un saco de huesos rotos. Pero el desmayo duró poco y con la conciencia llegaron los rostros de seres iracundos que le insultaban. Con el único ojo que le quedaba alcanzó a ver los cascos de la Policía que intentaban inútilmente calmar a los pobladores. Quiso rodar por el suelo para apagar las llamas que le calcinaban, pero el calor y el ardor en la piel eran inmensos, no pudo hacer nada, sólo permanecer en el suelo y dejar que las llamas se fueran comiendo su cuerpo. “Yo ya estoy muerto”, pensó, y acto seguido le pidió a Dios que saliera a su encuentro, “¿por qué no te veo si ya estoy muerto?”, le decía. Fue el único sobreviviente de los tres linchados el 12 de enero de 2009, en Camanchaj, Quiché.
Los acusaban de haber secuestrado a Ana Ajanel y a su hija de cuatro años. Pero el rapto está rodeado de misterio, nadie habla de eso y Ana se niega a contar lo que pasó. Algunos dicen que la violaron frente a la pequeña, otros dicen que les quemaron la piel con cigarros y hay otros que aseguran que no les hicieron nada, que sólo las retuvieron unas cuantas horas hasta que el esposo pagó el rescate. Se dijo además que los pobladores encontraron armas, huesos y un cráneo humano en la casa de los supuestos secuestradores.
Y todo esto lo dicen por lo bajo, porque nadie en el pueblo se atreve a aludir el asunto de frente. “Ya eso está cerrado, no hay nada más que decir”, dice Tomás Saquic, uno de los “principales” de Camanchaj. Sus palabras suenan como pedradas a través de la línea telefónica, “no esté preguntando nada, ya se hizo justicia y eso es asunto nuestro”, asevera, “lo único que le puedo decir es que aquí tenemos mano dura y sabemos que la Policía, los derechos humanos y los jueces son unos corruptos”. No hay más palabras.
El sobreviviente
La televisión escupe un partido de fútbol al que nadie le presta atención. La pantalla ilumina seis camas altas y ajadas donde descansan enfermos, recién operados y convalecientes. En la marcada con el número cinco yace José Tecú, tratando de conseguir unos minutos de sueño.
Está cubierto por una sábana azul, tan delgada que se trasluce en su cuerpo amarillento. No tiene almohada, en su lugar su esposa ha acomodado un suéter y una toalla a la que José da forma constantemente. Recién le han retirado la comida y el olor se esparce todavía por la habitación. Es un olor agrio, que se confunde con el cítrico exagerado del desinfectante y el hedor a piel quemada. “Uno se acostumbra rápido, al principio me daba náusea este lugar, pero ya no lo siento”, dice, mientras saca uno de sus brazos de debajo de la manta. Entrecierra los ojos y hace un puchero, su rostro denota que mover la mano no ha sido fácil. Y mano es un decir, porque en realidad lo que José tiene es un colgajo de carne fétida amarillenta, peor aún es el estado de su pierna derecha, un hueso expuesto y quemaduras que se niegan a sanar, eso fue lo que luego de tres meses de padecimientos acabó con su vida. “Me metieron en su lío, yo no tuve nada que ver”, asegura y lo dice alzando la voz, como para cerciorarse de que sus compañeros de cuarto lo han escuchado, y también la mujer que restriega insistentemente un trapeador contra el suelo.
Son los últimos días de febrero y el Hospital Roosevelt está colmado de pacientes. En los pasillos una serie de camillas de metal oxidado se esfuerzan por sostener a los enfermos que ya no caben en los cuartos. Algunos cuidan de no moverse demasiado porque a su lado está un bacín repleto de orines que la enfermera se olvidó de vaciar. Eso es lo que José Tecú observa a diario, “el doctor dice que puedo estar hasta seis meses más aquí”, cuenta con la voz entrecortada. Ese día no podía siquiera imaginar que un mes más tarde tendría que tomar una decisión definitiva: la pierna o la vida. O le amputaban la extremidad carcomida por el fuego o la infección se regaba por todo el cuerpo. Eligió la pierna y el 28 de marzo falleció.
El día más largo
El lunes 12 de enero la esposa de José se levantó antes que el sol. Preparó café y dejó pan en la mesa, después se colocó el canasto con verdura sobre la cabeza y salió sin hacer ruido. Camino al mercado sospechó que algo pasaba en el pueblo porque la calle estaba más animada que de costumbre. No se distrajo, siguió su ruta sin preguntar nada. Ese día recibió pocos clientes, “seguro que hay algo en el salón de usos múltiples” pensó, no por eso nadie se asomaba por el mercado. Pero a media mañana se apareció alguien, no era un cliente, sino su suegro con el rostro pálido y las manos temblorosas: “Están quemando a José”, le dijo, entonces comprendió que el salón de usos múltiples estaba siendo utilizado para uno de los múltiples usos: un linchamiento.
La noche anterior Ana Ajanel había identificado a sus captores. La noticia se fue esparciendo como se esparce la lluvia, sin dejar nada seco. Personas de los ocho cantones vecinos llegaban a intervalos regulares, preguntando dónde estaban los delincuentes y cómo podían ayudar. De acuerdo a los bomberos, llegaron unas mil personas. Se iba a hacer justicia para Ana. De esa cuenta una turba fue a la casa de José Conox y otra a la de Diego Morales. Los sacaron a rastras y los vapulearon hasta el amanecer.
Pero los Ajanel sabían que había un tercer cómplice, alguien a quien Ana no logró reconocer.
“Dijeron mi nombre por decir algo”, cuenta José, en su mirada no hay rastros de ira, ni en su tono de voz indignación. Más bien parece resignado, “los estaban golpeando y a lo mejor pensaron que si decían un nombre los iban a dejar y el primero que se les ocurrió fue el mío”, dice José que vuelve la mirada al televisor y pide que lo apaguen, el enjambre de palabras del narrador le está causando mareo.
El día del linchamiento, a eso de las siete de la mañana, la puerta sonó insistentemente en la casa de José. “Seguro mi mujer olvidó algo”, pensó y se levantó descalzo, medio dormido. No era su esposa, sino un grupo de vecinos que le exigían que saliera. Los cuatro hijos del matrimonio se despertaron sobresaltados, “¿a dónde te llevan papa?”, preguntaban, y José, con sonrisa y la voz serena les aseguró que era un problema por la junta escolar, de la que él formaba parte. “Se va a arreglar rápido”, prometió. En el camino al salón iba pensando que en cuanto le dieran la oportunidad explicaba todo.
No hubo tiempo de explicaciones ni nada. De un momento a otro estaba en el centro del salón recibiendo puntapiés y piedras de los asistentes. Se cubría la cabeza con las manos hasta que uno de los residentes se las ató en la espalda. Después logró ver a un chico, “tendría unos 15 años”, acercarse con un galón de gasolina. Entre los pies y manos armadas de palos, José divisaba una ambulancia y tres bomberos recostados en ella. “No podíamos entrar”, dice Tomás Xon, uno de los paramédicos. “Cuando hay pleito nunca dejan, lo único que uno puede hacer es estar listo para cuando la gente los deje libres o se canse, a ver si todavía nos los entregan vivos”. Y los dieron más muertos que vivos. Los rescatistas los llevaron al hospital de Sololá. Allí murió Conox. Morales y José Tecú fueron trasladados al día siguiente a la capital. A Morales le dio un paro respiratorio días después.
La Policía no intervino nunca. “Con mil personas enojadas uno no se puede meter”, dice el inspector Vargas de la Policía Nacional Civil, “terminaríamos hechos ceniza nosotros también, nadie nos iría a rescatar. Pedimos refuerzos, que nos manden gente de la capital para ver si así podemos controlar la situación, pero los mandan por tierra y tardan mucho en llegar, si los trajeran por aire sería rápido, pero así no se puede”, se queja y luego da una advertencia: “No ande preguntando por ahí qué pasó, porque medio hacen una bulla y en un ratito se juntan todos y viene el fuego”.
Para el Ministerio Público dar con los incitadores es complicado y arriesgado. “No podemos entrar, la comunidad está cercada”, comenta el fiscal Casimiro Efraín. Investigar un linchamiento requiere además de astucia, tener una vocación un tanto suicida. Todos en el pueblo son cómplices y actuaron en conjunto por lo tanto nadie hablará. No confían en la Policía, no denuncian ni les dejan actuar.
Sin embargo Efraín ya ha conseguido llevar a prisión a los causantes de un linchamiento. Fue en 2002, los vecinos de la aldea Chicua III, a unos 10 minutos de Camanchaj, lincharon a 2 personas. Los acusaban de estafa. Las 2 víctimas habían promovido un proyecto para ampliar la cobertura de energía eléctrica en el pueblo, pretendían llevar alumbrado a varios sectores oscuros. Hicieron una colecta entre los habitantes, pero la obra no se realizó. Así que un día, sin mediar palabra, fueron por los que prometieron la luz y les cegaron la vida. En ese entonces Efraín y su equipo lograron convencer a los familiares de las víctimas de que identificaran a los líderes del linchamiento. De esa cuenta lograron dar con los 12 promotores. Tres de ellos fueron condenados a 40 años de cárcel, 7 están prófugos, uno murió poco después del hecho y el último fue capturado en febrero y está a la espera de juicio.
Para atraparlos se valieron de su astucia. Entrar por ellos al pueblo era imposible. “Nos matarían”, cuenta el fiscal. Pero los vigilaron desde afuera y cuando, creyéndose libres, los promotores del linchamiento salieron del pueblo la Policía ya los estaba esperando. En el caso de Camanchaj ningún familiar de los fallecidos ha querido hablar, José, único sobreviviente, dice que no reconoció a nadie. “Los tienen amenazados, viven bajo presión”, cree Efraín, “por eso nadie vio nada, nadie supo nada”.
La Misión de Verificación de las Naciones Unidas en Guatemala (Minugua) estableció que en el 78 por ciento de los casos, la propia comunidad fue la “instigadora”. En un 12 por ciento fueron las autoridades locales. Ex agentes del Estado contrainsurgente constituyen el 4 por ciento de los casos. El restante 6 por ciento fueron individuos no identificados plenamente.
¿Linchar es delito?
En muchas ocasiones los pobladores no creen que están cometiendo un delito al linchar... de hecho según la ley no lo están haciendo, porque el delito de linchamiento no existe en el Código Penal guatemalteco. Los jueces logran condenarlos bajo cargos de asesinato, reunión ilícita, daños físicos, desorden público, complicidad y negación de auxilio. La iniciativa de ley que pretende tipificar el linchamiento como un delito y que contempla penas para todo aquel que asista o colabore, está tragando polvo en los archivos del Congreso desde 2001.
Sin embargo, luego del linchamiento en Camanchaj quedó en el pueblo una sensación extraña, como si se tuviese conciencia de que se actuó mal. La gente no sale de sus casas, si se ven en la calle se saludan bajando la mirada. “Ellos saben que todos son cómplices y por eso nadie habla”, dice el fiscal Efraín.
La esposa de José le acaricia la frente, mientras él trata de olvidarse del dolor. Sentada a la izquierda de la cama está la hermana menor de José, las 2 mujeres no se explican por qué pasó eso, si en el pueblo la familia siempre fue vista con buenos ojos aseguran. Son de la etnia maya quiché, al igual que el resto de la población de la aldea. Hay quienes ven en los linchamientos un problema cultural y otros que les tachan de racistas. Los datos de Minugua revelaron que el 79 por ciento de los casos de linchamientos ocurrió en comunidades indígenas, un 8 por ciento compuestas de indígenas y ladinos y en el restante 13 por ciento de comunidades ladinas.
“Lo importante es entender por qué ocurre con más frecuencia en comunidades indígenas”, dice el sociólogo Carlos Mendoza. “Yo he sugerido la hipótesis de que el componente colectivo de los linchamientos es facilitado por la enorme capacidad de organización, coordinación y contribución para proveer bienes públicos, que poseen las comunidades indígenas, en comparación con las comunidades no indígenas. Las fuertes identidades étnicas, o territoriales, y el agudo sentido de pertenencia a la comunidad hacen que una ofensa contra un miembro de la misma sea considerada como algo que afecta a todos los vecinos”, agrega.
Sin embargo la violencia común es más frecuente en comunidades no indígenas. “Eso va en contra del estereotipo de que los indígenas son más violentos, “salvajes”, que los ladinos. Pues, como se ha documentado en varias oportunidades, las tasas de homicidios son muy altas en los municipios no indígenas del país, mientras que son bastante bajas en los municipios indígenas incluso comparables con las de los países nórdicos”, afirma Mendoza.
En 1999 se creó la Comisión Nacional de Prevención del Linchamiento, con la intención de educar a la población. Pero no ha conseguido demasiado. En 2007 hubo 43 casos, el año pasado 56 y en lo que va de 2009 ya se contabilizan 30. “Toda la violencia ha ido en aumento, en todos los sectores”, dice Mildred Luna, que preside la comisión. El último programa que han implementado se llama “Ama la vida, no la destruyas. No seas parte de un linchamiento”, que ha llevado el mensaje a las radios y a los canales locales de cable en los municipios.
La madre de José hizo un viaje largo para poder ver a su hijo. Lo encontró con los ojos vidriosos, la piel quemada y dolor en todo el cuerpo, pero vivo. Habla muy poco y su hijo tiene que traducirle las preguntas al español, no comprende por qué pasó eso, si José es hombre de bien, dice, un sastre trabajador y buen padre. La madre tiene debajo de los ojos dos bolsas largas y profundas, tapizadas de canales horizontales que le forman pliegues, le cuesta caminar y está visiblemente cansada, pero debe volver pronto porque está cuidando a sus nietos, el menor de cuatro años. José baja la mirada e inclina la cabeza. Está pensando en lo que viene después, cuando salga del hospital. “Yo voy a regresar allá”, dice de repente como si acabara de tomar una decisión trascendental en su vida, “voy a seguir de sastre, porque yo ganaba bien”. ¿No tiene miedo? “no, yo creo que ellos se dieron cuenta ya que yo no tuve nada que ver”, asegura.
No tuvo tiempo de volver para demostrarlo ni para enfrentarse a la justicia, esa de jueces y procesos largos.
En San Pedro Yopocapa, los curiosos se acercan a un linchado.Todos son cómplices, aunque no todos lo saben. Con estar presentes ya cometen un delito. Foto de archivo de elPeriódico.
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